Cuervos (1766), Maruyama Okyo
Kanno Sugako, anarquista japonesa condenada a muerte por intentar atentar contra el Emperador nipón, escribió en su celda, viendo caer la nieve a través de los barrotes, un pequeño diario. Ella misma era consciente de que la amenaza inminente del patíbulo no podía robarle su libertad interior, aquella a la que aludía constantemente Stefan Zweig en El mundo de ayer: memorias de un europeo.
Escribió Sugako: «Aquí estoy, confinada por esta ventana embarrada, pero mis pensamientos aún abren sus alas en el libre mundo de las ideas. Nada puede retener mis pensamientos o interferir con ellos» (Reflexiones camino de la horca, Calumnia Editorial, 2019).
Ella, al igual que Nico Rost, prefirieron enfrentar la muerte desde una posición -para los dos inexcusable- que celebraba la vida hasta en sus peores momentos. Precisamente por lo anterior, ambos no quisieron deshacerse de sí mismos cuando, asediados por la fatalidad, podrían haber sucumbido a la desesperación, la renuncia a sus principios o la resignación. Y lo consiguieron escribiendo.
Goethe en Dachau, publicado por ContraEscritura en 2018, diario que da cuenta del paso de Rost por ese campo de concentración alemán, es otro ejemplo de lo anterior. Imaginar el esfuerzo del holandés por seguir el rastro de humanidad que habitaba en cada conversación, en cada saludo cortés, en cada muestra desinteresada de generosidad, en el afán de algunos presos por hacer honor a quienes eran antes de entrar en el lager (recordando un viejo poema, impartiendo una lección de biología, tocando el violín...), astilla la posibilidad de cualquier lectura aséptica de su relato.
«El sol brilla sobre la nieve de las ramas de los pinos. Parece un cuadro de Maruyama Okyo», escribió en su diario Kanno Sugako poco antes de ser ejecutada, el 24 de enero de 1911. No creo haber conocido mayor gesto de fortaleza que ese: celebrar el brillo del sol sobre la nieve cuando todo está perdido... Quién hallara esa valentía ahora.
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