Un puntito amarillo en un mapa de otros colores. Eso era: un puntito
amarillo que marcaba el único sitio donde se extraía oro en España. El
mapa ilustraba el tema sobre la minería española que incluía mi libro de
Sociedad, la asignatura vinculada al aprendizaje de ciencias sociales.
Estábamos a principios de los años noventa y no recuerdo bien qué
curso de la EGB (Educación General Básica) estudiaba en aquel momento.
¿Séptimo? ¿Octavo? Da igual. Lo que sí recuerdo es que me gustaban mucho
las asignaturas donde se impartían contenidos de Historia y Geografía
Humana. El caso es que aquel punto amarillo señalaba una pequeña
localidad de la provincia de Almería, Rodalquilar, donde se extraía oro
desde principios de los años treinta. Lo que no sabía entonces era que la
explotación aurífera había cesado en 1966 y que aquel punto amarillo
era como esas estrellas, ya muertas, cuya luz vemos de noche; un reflejo
de lo que fue.
Pasado el tiempo, echo la vista atrás y pienso que no han sido pocas
las ocasiones en las que he pasado unos días en Cabo de Gata. Fue
precisamente durante mi primera visita a ese parque natural cuando
conocí en persona Rodalquilar, un pueblo que no llega a los doscientos
habitantes y en cuyo paisaje destacan las ruinas de las instalaciones
mineras; un pueblo ubicado en el centro de una zona casi desértica,
llena de vida, que deslumbra por su belleza agreste.
Ruinas, desierto y un entorno inspirador… Ruinas que cuentan una
historia de explotación salvaje de la tierra; una historia, también, de
colonialismo y desmemoria; en una provincia, Almería, donde la tierra, a
día de hoy, sigue siendo explotada por encima de sus posibilidades. La
huerta de Europa, dicen. Miles y miles de hectáreas veladas por el
plástico blanco de los invernaderos; como si fuera un glaucoma tóxico. Y
fuera del foco, en las zonas de sombra que oculta el radiante negocio
de la agricultura intensiva, el duro trabajo de cientos de jornaleros
migrantes, la proliferación de infraviviendas, la falta de agua, el
rosario interminable de pequeños vertederos incontrolados y otras
agresiones constantes al medio ambiente.
Pero entonces —me refiero al momento en el que visité Rodalquilar por
primera vez— aquellas ruinas no me interpelaban como lo hacen ahora y
tampoco necesitaba recuperar la noción de lo que, en términos de la
Geografía Humana, significa la palabra territorio. Hoy, sin
embargo, el recuerdo reciente de esas ruinas me hace preguntarme cosas y
me asomo a internet para obtener la definición que necesito. La anoto
en un cuaderno. Es el fragmento destacado en la búsqueda de Google:
Para Geiger (1996), el territorio es una extensión terrestre que
incluye una relación de poder o de posesión por parte de un individuo o
de un grupo social, que contiene límites de soberanía, propiedad,
apropiación, disciplina, vigilancia y jurisdicción, y transmite la idea
de cerramiento.
Investigo un poco. Ese Geiger es Pedro Pinchas Geiger, un geógrafo
brasileño, nacido en 1923, cuyas palabras —«propiedad», «vigilancia»,
«disciplina», «jurisdicción»— resuenan en mi conciencia política. Ecos,
claro está, del diccionario del poder que nosotros mismos componemos
conforme vamos ganando años de aprendizaje y bagaje político.
Ahora que las leo, pienso que todas esas palabras, cargadas de tanta significación, dan fuste a un término, territorio,
que si bien ahora me interesa, hasta hace bien poco me ponía en alerta;
una reacción lógica si tenemos en cuenta que, por culpa de mi estrecha
mirada, siempre ubicaba esa palabra en el esquema teórico del
nacionalismo político.
Pensar el territorio desde un lugar distinto
Lo escribe Santiago Alba Rico en una de las páginas de Ser o no ser (un cuerpo).
Si quisiéramos crear un país de la nada, lo primero que necesitaríamos
sería esto: territorio, gente, un nombre, un gobierno, una bandera, una
moneda y un pasaporte. Ahí está: «territorio»; es la primera palabra que
pone en su lista el filósofo madrileño. Lo primero que se necesita para
armar un país, una nación.
Durante mucho tiempo he sido consciente de las consecuencias sociales
de que buena parte de las personas cimenten su identidad sobre la base
de constructos políticos derivados del nacionalismo y el patriotismo más
rancio. Un aprendizaje que, al menos en su parte más teórica, he armado
con materiales muy diversos. Por un lado, toda la literatura clásica
del anarquismo. Por otro, el conocimiento reflexivo que, en relación al
tema, aporta el estudio de la historia y la antropología social.
Teniendo en cuenta esto, ese cuestionamiento de la naturaleza social de
nuestra subjetividad nacionalista, unido a la interiorización
de los valores del internacionalismo y la identidad de clase, siempre me
han hecho alejarme de todo lo que, de cerca o de lejos, tuviera que ver
con el nacionalismo político. Por eso mismo —entiendo— llevo años dando
de lado a muchos problemas que, en la medida en que han interpelado a
otros sectores políticos, más o menos nacionalistas, han dejado de
interesarme a mí.
Sé que todo lo anterior quizá sea demasiado reduccionista, pero, si
lo pienso en frío, creo que apenas si he echado mano de una parte mínima
del utillaje político que pone a disposición la tradición libertaria
para hacer frente a los problemas que nos rodean. Efectivamente, ha
pasado mucho tiempo hasta darme cuenta de que mi pequeño anarquismo ha
ignorado la cuestión del territorio porque siempre quise tener lejos el
barro de las contradicciones. Y eso que la cuestión geográfica no ha
sido ajena al pensamiento libertario… Ahí están las obras de Reclús,
Kropotkin y Perron, entre otros, para demostrarlo.
Después de mucho tiempo replanteándome conceptos y prácticas
políticas, tengo la sensación de que al fin he logrado desencajar el
escenario del conflicto social. Ese escenario sigue siendo la fábrica,
el taller, la oficina, el tajo, el espacio donde desarrollamos nuestro
trabajo, el punto exacto del sistema donde contribuimos al
enriquecimiento de la minoría social, aquella que tiene la sartén por el
mango y apuntala sus privilegios gracias al manejo del aparato del
Estado. Ese escenario sigue estando ahí, pero ahora entiendo, al fin,
que la dominación también se halla en otros puntos del territorio: en el
agua que bebemos, en la comida que comemos, en el aire que respiramos,
en el techo que nos cobija, en las calles de las ciudades y pueblos
donde vivimos la mayoría; en nuestros propios cuerpos.
Como decía antes, reconozco que durante mucho tiempo no he sabido
reconocer las herramientas que el utillaje político del anarquismo me
ofrecía para enfrentar esa esfera de la dominación, la que el
capitalismo ejerce para poner la vida, el medio ambiente, al servicio de
sus intereses. Yo reconozco que, a día de hoy, ese anarquismo de miras
estrechas se lleva pegado a la piel porque, en buena medida, hemos
madurado políticamente a través de sus lecciones, siempre
cortoplacistas, siempre identitarias y tribales, siempre insuficientes.
Hemos crecido proclamando la urgencia de algunos debates, fútiles e
intrascendentes buena parte de ellos, mientras el mundo se iba por el
desagüe. Nos hemos entretenido en la política pequeña cuando, sin
nosotros y nosotras, contados grupos de valientes ponían pie en pared en
los puntos donde la urdimbre del sistema-mundo se descosía. Pequeños
grupos de valientes donde, ¡ojo!, también había anarquistas.
Llegados a este punto, pienso que ha sido la herencia de esa mirada
reduccionista, tan estrecha, la que ha limitado mis posibilidades de
entender las posibles amenazas a la vida que se dan en el territorio
donde habito; un legado indeseable que no solo merma mi capacidad de
hacer preguntas, sino que dificulta mis posibilidades de empatizar con
las comunidades políticas que enfrentan la depredación voraz del
capitalismo desde el movimiento ecologista. Y es ahí, justamente en esa
falta de entendimiento y sensibilidad donde se cifra, pienso, buena
parte de los problemas ligados a la destrucción del territorio.
Sensibilidad para dejarse conmover por el miedo a la destrucción de
nuestro entorno. Sensibilidad para sentir el dolor por lo común perdido.
Sensibilidad, también, para pasar a la acción desde un sentido de la
responsabilidad que, en palabras de Jorge Riechman, nace de la necesidad
íntima de hacerse cargo de las cosas; una responsabilidad que alude al
cuidado del tejido interdependiente de la vida.
Dicho esto, no hay aprendizaje que llegue tarde y pienso que somos
muchos quienes sentimos la necesidad de dejar de errar el tiro,
contribuyendo, aun sabiendo lo modesto de nuestros esfuerzos, a
posicionar debates y tareas políticas que entendemos como
impostergables. El papel que ha de jugar el movimiento libertario en la
defensa del territorio es uno de ellos.
Se nos echa el tiempo encima y, antes que nada, es necesario cambiar
la dirección del mundo para garantizar el sostenimiento de las
condiciones ecológicas que permitan la reproducción de la vida humana
sobre la tierra. Una vez que nos encontramos en este punto de no
retorno, es el reloj de arena quien avisa de la inoperancia de las
medidas reformistas que, de una manera u otra, pretenden conciliar la
defensa de la vida con la reproducción perpetua del sistema capitalista.
Un sistema criminal, desquiciado y ecocida que, mientras nos mantiene
aislados y perdidos en el reflejo de las pantallas, socaba a diario
nuestras posibilidades de supervivencia, arruinando nuestro futuro como
especie y aniquilando miles de formas de vida en esa carrera ciega.
Teniendo en cuenta lo anterior, es la perentoria necesidad de una
transformación de carácter revolucionario la que debe conminarnos en
nuestro día a día a sentar las bases que la hagan posible,
interrelacionando las luchas en defensa de la vida y favoreciendo la
articulación de comunidades en lucha que, mientras enfrenten las
políticas depredadoras del capitalismo, abran espacios de autogestión
donde poner en práctica nuestras capacidades políticas, valorizando las
estructuras de gobernanza horizontal y poniendo en marcha nuevas formas
de inteligencia colectiva que impugnen la delegación permanente y los
sistemas de representación cimentados sobre la base de los partidos
políticos.
En un contexto como el actual, cuando el miedo y la incertidumbre
crecen como una mancha de aceite por debajo del tejido social, el
movimiento anarquista tiene herramientas de sobra con las que contribuir
a la lucha contra la destrucción del mundo. Porque amamos el bien y la
belleza, porque celebramos la vida y el regalo de la existencia, no
podemos eludir la lucha por el territorio. Nos va la vida en ello.
- Artículo publicado en TxH.