Cartel de las Juventudes Hitlerianas |
Entre finales de 2018 y principios de 2019, se conmemoró el centenario de la Revolución alemana. En España la efeméride ha pasado más o menos desapercibida, aunque bien es cierto que varias editoriales le han hincado el diente al tema lanzando novedades relacionadas con este episodio histórico, sin duda mucho menos conocido que la Revolución rusa o el ascenso del nazismo (un proceso, este último, que no se podría explicar sin todo lo anterior). De todas esas novedades de las que os hablaba, os recomiendo dos: La Revolución de 1918-1919. Alemania y el socialismo radical, de César de Vicente Hernando (Catarata), y Rosa Luxemburg, en la tormenta, de Ana Muiña (La Linterna Sorda).
Pero hoy, en realidad, quería hablaros de otro libro de los que, precisamente, fueron prohibidos por el nazismo y que actualmente, le pese a quien le pese, siguen bien vivos. Me refiero a Juventud sin Dios, de Ödön von Hirváth, editado de manera primorosa por Nórdica en este mismo año.
«Ni ellos mismos lo saben. Se quedan frente a mí, sonriendo con sorna, perplejos. Sí, el hombre puede ser verdaderamente malvado y eso está ya en la Biblia. Cuando dejó de llover y las aguas del diluvio universal volvieron a retroceder, Dios dijo: "No volveré ya más a maldecir a la tierra por causa del hombre, pues los designios del corazón humano son malos desde su niñez"».
La trama de la novela gira en torno a un profesor de valores humanistas y un grupo de niños, sus alumnos, que parecen desenvolverse como peces en el agua bajo la cultura de la desigualdad implantada por el nazismo y reproducida de manera casi unívoca por la sociedad civil germana. A partir de ahí, un asesinato durante un campamento paramilitar al que asisten los alumnos y el profesor, dispara la trama, desenvolviéndose los últimos capítulos en el contexto del proceso judicial posterior, donde todos los protagonistas se retratan y se dirime la identidad del asesino.
Como no podía ser de otra manera, Juventud sin Dios se ha relacionado, por ejemplo, con La cinta blanca, la película de Michael Haneke, donde también aparece el tema de la emergencia de la malignidad del totalitarismo a través de la corrupción y adoctrinamiento dogmático de la infancia. Y no es un caso que podamos circunscribir exclusivamente a la denuncia del régimen nazi. En Los gritos del silencio, por ejemplo, la película de Roland Joffé centrada en la Camboya de Pol Pot, hay varias escenas en las que una niña, educada en los valores revolucionarios del nuevo régimen y sin mácula de ideología burguesa, aparece dirigiendo la ejecución de un supuesto disidente. Esto contaba Marta Rivera de la Cruz, periodista de El País, en su noticia «El Genocidio de Camboya»: «Se creó una raza de criaturas alienadas y violentas, capaces de rebanar el pescuezo a quien fuese capaz de traicionar a Pol Pot robando una fruta o un puñado de arroz crudo. Niños y niñas de ocho años fueron entrenados en el arte de la lucha contra los llamados youns: los extranjeros, culpables de buena parte de los males que habían sacudido al país en el pasado».
De vuelta a Alemania, pero en la del siglo XVI, encontramos un episodio parecido en Q, la fascinante novela de Luther Blisset, donde hay varios fragmentos en los que se menciona la potestad para ejercer justicia divina que tenían los niños durante el sitio de Münster, donde los fieles anabaptistas (quienes eran perseguidos, eso sí, de manera salvaje por católicos y luteranos) implantaron un desquiciado régimen teocrático bajo la dirección del sastre flamenco Jan van Leiden.
Aunque solo me haya detenido en estas pocas referencias para no alargarme en exceso, hay muchos más casos de productos culturales que, utilizando como espejo la maleabilidad de la infancia, tienen como telón de fondo la inmoralidad -e inhumanidad- de los regímenes totalitarios, presentando en la mayor parte de los casos la aquiescencia de las mayorías como una consecuencia lógica de un programa cultural y educativo tendente a la manipulación de masas que, mira por dónde, siempre está dirigido por un puñado de hombres pareciera que salidos del averno. Lo que, lógicamente, ayuda a liberar del peso de la complicidad a buena parte de la sociedad, que, en estos casos, se nos muestra únicamente como sujeto pasivo que tan solo reproduce los mecanismos de opresión que ella misma padece. Como si esos mecanismos no funcionaran de manera intencionada contra alguien y como si, al ejercerlos, no se estuviera fortaleciendo el mantenimiento de un sistema de privilegios que, obviamente, solo beneficia a una parte de esa misma sociedad.
En ese sentido, y sin centrarnos exclusivamente en Juventud sin Dios, lo que menos me gusta de este tipo de novelas donde los niños son presentados como almas cándidas envenenadas por la propaganda es que, por un lado, minimizan la capacidad de agencia de los mismos y, por otro, abrillantan las interpretaciones teológicas de la construcción social de las dictaduras totalitarias, según las cuales estos regímenes fueran el resultado final de un plan maestro puesto en marcha por un reducido grupo de personas que supieran manejar a la perfección la mentalidad del resto. Y no fue tanto así.
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