martes, 20 de septiembre de 2022

Poetas chinos por el páramo castellano

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Este verano ha sido complicado. No lo voy a explicar aquí, pero quedaos con eso. Si miro hacia atrás, pienso en todas las vueltas —una tras otra, una tras otra— que he dado en la cama antes de poder dormir. El imsonio, claro, también es una cuestión de clase.

Verano complicado, digo, tierra en la boca, polvo en los bolsillos, nubes negras en una cabeza que solo quiere escapar. Pero es imposible.

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Este verano solo hay dos cosas que me han calmado los nervios; uno: pasear por los caminos devastados del páramo castellano donde vivo desde hace siete años, y, dos: leer a los poetas chinos de la dinastía Tang.   

De lo primero, me quedo con la paz dolorosa que siempre encuentro cuando paseo, cerca ya del anochecer, por los caminos que atraviesan el eriazo castellano como cicatrices ciegas. De lo segundo, con los poemas sencillos de esos maravillosos poetas chinos; poemas esquivos, luminosos y algo fríos, que parecieran estrellas rutilantes cuya luz nos llegara precisamente ahora, cuando la poesía se parece a una mosca que chocara una y otra vez contra el cristal de las pantallas que no la dejan respirar.

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Y en todo este desastre, el deslumbrón de los grabados de Otto Dix. Una tarde de principios de agosto, pude visitar la sala del Museo Reina Sofia donde han estado expuesto los grabados del pintor alemán. Y entonces el pellizco... Entonces los ojos vueltos sobre la caja negra donde guardo toda esa maraña de sentimientos que canalizo a través de él, de su pintura. Y vuelvo a aquel pequeño texto.

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Este puto verano, sí, pero aquí sigo. A pesar del insomnio, la mala suerte, el cansancio, la desesperación. A pesar del miedo, el temblor de manos, la lengua seca, la desesperación. A pesar de la desesperación. Y a pesar, también, de lo estúpido de la esperanza que siempre me acaba por sacar del pozo...

Quiero que llueva durante cuarenta días seguidos.

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