domingo, 17 de noviembre de 2024

Repensando la relación entre anarquismo y territorio


Un puntito amarillo en un mapa de otros colores. Eso era: un puntito amarillo que marcaba el único sitio donde se extraía oro en España. El mapa ilustraba el tema sobre la minería española que incluía mi libro de Sociedad, la asignatura vinculada al aprendizaje de ciencias sociales.

Estábamos a principios de los años noventa y no recuerdo bien qué curso de la EGB (Educación General Básica) estudiaba en aquel momento. ¿Séptimo? ¿Octavo? Da igual. Lo que sí recuerdo es que me gustaban mucho las asignaturas donde se impartían contenidos de Historia y Geografía Humana. El caso es que aquel punto amarillo señalaba una pequeña localidad de la provincia de Almería, Rodalquilar, donde se extraía oro desde principios de los años treinta. Lo que no sabía entonces era que la explotación aurífera había cesado en 1966 y que aquel punto amarillo era como esas estrellas, ya muertas, cuya luz vemos de noche; un reflejo de lo que fue.

Pasado el tiempo, echo la vista atrás y pienso que no han sido pocas las ocasiones en las que he pasado unos días en Cabo de Gata. Fue precisamente durante mi primera visita a ese parque natural cuando conocí en persona Rodalquilar, un pueblo que no llega a los doscientos habitantes y en cuyo paisaje destacan las ruinas de las instalaciones mineras; un pueblo ubicado en el centro de una zona casi desértica, llena de vida, que deslumbra por su belleza agreste.

Ruinas, desierto y un entorno inspirador… Ruinas que cuentan una historia de explotación salvaje de la tierra; una historia, también, de colonialismo y desmemoria; en una provincia, Almería, donde la tierra, a día de hoy, sigue siendo explotada por encima de sus posibilidades. La huerta de Europa, dicen. Miles y miles de hectáreas veladas por el plástico blanco de los invernaderos; como si fuera un glaucoma tóxico. Y fuera del foco, en las zonas de sombra que oculta el radiante negocio de la agricultura intensiva, el duro trabajo de cientos de jornaleros migrantes, la proliferación de infraviviendas, la falta de agua, el rosario interminable de pequeños vertederos incontrolados y otras agresiones constantes al medio ambiente.

Pero entonces —me refiero al momento en el que visité Rodalquilar por primera vez— aquellas ruinas no me interpelaban como lo hacen ahora y tampoco necesitaba recuperar la noción de lo que, en términos de la Geografía Humana, significa la palabra territorio. Hoy, sin embargo, el recuerdo reciente de esas ruinas me hace preguntarme cosas y me asomo a internet para obtener la definición que necesito. La anoto en un cuaderno. Es el fragmento destacado en la búsqueda de Google:

Para Geiger (1996), el territorio es una extensión terrestre que incluye una relación de poder o de posesión por parte de un individuo o de un grupo social, que contiene límites de soberanía, propiedad, apropiación, disciplina, vigilancia y jurisdicción, y transmite la idea de cerramiento.

Investigo un poco. Ese Geiger es Pedro Pinchas Geiger, un geógrafo brasileño, nacido en 1923, cuyas palabras —«propiedad», «vigilancia», «disciplina», «jurisdicción»— resuenan en mi conciencia política. Ecos, claro está, del diccionario del poder que nosotros mismos componemos conforme vamos ganando años de aprendizaje y bagaje político.

Ahora que las leo, pienso que todas esas palabras, cargadas de tanta significación, dan fuste a un término, territorio, que si bien ahora me interesa, hasta hace bien poco me ponía en alerta; una reacción lógica si tenemos en cuenta que, por culpa de mi estrecha mirada, siempre ubicaba esa palabra en el esquema teórico del nacionalismo político.

Pensar el territorio desde un lugar distinto

Lo escribe Santiago Alba Rico en una de las páginas de Ser o no ser (un cuerpo). Si quisiéramos crear un país de la nada, lo primero que necesitaríamos sería esto: territorio, gente, un nombre, un gobierno, una bandera, una moneda y un pasaporte. Ahí está: «territorio»; es la primera palabra que pone en su lista el filósofo madrileño. Lo primero que se necesita para armar un país, una nación.

Durante mucho tiempo he sido consciente de las consecuencias sociales de que buena parte de las personas cimenten su identidad sobre la base de constructos políticos derivados del nacionalismo y el patriotismo más rancio. Un aprendizaje que, al menos en su parte más teórica, he armado con materiales muy diversos. Por un lado, toda la literatura clásica del anarquismo. Por otro, el conocimiento reflexivo que, en relación al tema, aporta el estudio de la historia y la antropología social. Teniendo en cuenta esto, ese cuestionamiento de la naturaleza social de nuestra subjetividad nacionalista, unido a la interiorización de los valores del internacionalismo y la identidad de clase, siempre me han hecho alejarme de todo lo que, de cerca o de lejos, tuviera que ver con el nacionalismo político. Por eso mismo —entiendo— llevo años dando de lado a muchos problemas que, en la medida en que han interpelado a otros sectores políticos, más o menos nacionalistas, han dejado de interesarme a mí.

Sé que todo lo anterior quizá sea demasiado reduccionista, pero, si lo pienso en frío, creo que apenas si he echado mano de una parte mínima del utillaje político que pone a disposición la tradición libertaria para hacer frente a los problemas que nos rodean. Efectivamente, ha pasado mucho tiempo hasta darme cuenta de que mi pequeño anarquismo ha ignorado la cuestión del territorio porque siempre quise tener lejos el barro de las contradicciones. Y eso que la cuestión geográfica no ha sido ajena al pensamiento libertario… Ahí están las obras de Reclús, Kropotkin y Perron, entre otros, para demostrarlo.

Después de mucho tiempo replanteándome conceptos y prácticas políticas, tengo la sensación de que al fin he logrado desencajar el escenario del conflicto social. Ese escenario sigue siendo la fábrica, el taller, la oficina, el tajo, el espacio donde desarrollamos nuestro trabajo, el punto exacto del sistema donde contribuimos al enriquecimiento de la minoría social, aquella que tiene la sartén por el mango y apuntala sus privilegios gracias al manejo del aparato del Estado. Ese escenario sigue estando ahí, pero ahora entiendo, al fin, que la dominación también se halla en otros puntos del territorio: en el agua que bebemos, en la comida que comemos, en el aire que respiramos, en el techo que nos cobija, en las calles de las ciudades y pueblos donde vivimos la mayoría; en nuestros propios cuerpos.

Como decía antes, reconozco que durante mucho tiempo no he sabido reconocer las herramientas que el utillaje político del anarquismo me ofrecía para enfrentar esa esfera de la dominación, la que el capitalismo ejerce para poner la vida, el medio ambiente, al servicio de sus intereses. Yo reconozco que, a día de hoy, ese anarquismo de miras estrechas se lleva pegado a la piel porque, en buena medida, hemos madurado políticamente a través de sus lecciones, siempre cortoplacistas, siempre identitarias y tribales, siempre insuficientes. Hemos crecido proclamando la urgencia de algunos debates, fútiles e intrascendentes buena parte de ellos, mientras el mundo se iba por el desagüe. Nos hemos entretenido en la política pequeña cuando, sin nosotros y nosotras, contados grupos de valientes ponían pie en pared en los puntos donde la urdimbre del sistema-mundo se descosía. Pequeños grupos de valientes donde, ¡ojo!, también había anarquistas.

Llegados a este punto, pienso que ha sido la herencia de esa mirada reduccionista, tan estrecha, la que ha limitado mis posibilidades de entender las posibles amenazas a la vida que se dan en el territorio donde habito; un legado indeseable que no solo merma mi capacidad de hacer preguntas, sino que dificulta mis posibilidades de empatizar con las comunidades políticas que enfrentan la depredación voraz del capitalismo desde el movimiento ecologista. Y es ahí, justamente en esa falta de entendimiento y sensibilidad donde se cifra, pienso, buena parte de los problemas ligados a la destrucción del territorio. Sensibilidad para dejarse conmover por el miedo a la destrucción de nuestro entorno. Sensibilidad para sentir el dolor por lo común perdido. Sensibilidad, también, para pasar a la acción desde un sentido de la responsabilidad que, en palabras de Jorge Riechman, nace de la necesidad íntima de hacerse cargo de las cosas; una responsabilidad que alude al cuidado del tejido interdependiente de la vida.

Dicho esto, no hay aprendizaje que llegue tarde y pienso que somos muchos quienes sentimos la necesidad de dejar de errar el tiro, contribuyendo, aun sabiendo lo modesto de nuestros esfuerzos, a posicionar debates y tareas políticas que entendemos como impostergables. El papel que ha de jugar el movimiento libertario en la defensa del territorio es uno de ellos.

Se nos echa el tiempo encima y, antes que nada, es necesario cambiar la dirección del mundo para garantizar el sostenimiento de las condiciones ecológicas que permitan la reproducción de la vida humana sobre la tierra. Una vez que nos encontramos en este punto de no retorno, es el reloj de arena quien avisa de la inoperancia de las medidas reformistas que, de una manera u otra, pretenden conciliar la defensa de la vida con la reproducción perpetua del sistema capitalista. Un sistema criminal, desquiciado y ecocida que, mientras nos mantiene aislados y perdidos en el reflejo de las pantallas, socaba a diario nuestras posibilidades de supervivencia, arruinando nuestro futuro como especie y aniquilando miles de formas de vida en esa carrera ciega.

Teniendo en cuenta lo anterior, es la perentoria necesidad de una transformación de carácter revolucionario la que debe conminarnos en nuestro día a día a sentar las bases que la hagan posible, interrelacionando las luchas en defensa de la vida y favoreciendo la articulación de comunidades en lucha que, mientras enfrenten las políticas depredadoras del capitalismo, abran espacios de autogestión donde poner en práctica nuestras capacidades políticas, valorizando las estructuras de gobernanza horizontal y poniendo en marcha nuevas formas de inteligencia colectiva que impugnen la delegación permanente y los sistemas de representación cimentados sobre la base de los partidos políticos.

En un contexto como el actual, cuando el miedo y la incertidumbre crecen como una mancha de aceite por debajo del tejido social, el movimiento anarquista tiene herramientas de sobra con las que contribuir a la lucha contra la destrucción del mundo. Porque amamos el bien y la belleza, porque celebramos la vida y el regalo de la existencia, no podemos eludir la lucha por el territorio. Nos va la vida en ello.

- Artículo publicado en TxH.

viernes, 1 de noviembre de 2024

Cartas a Sergi (I)

Hola Sergi.

Nos dijiste que cuando acabáramos tu libro, te escribiéramos una carta y es lo que voy a hacer. Pero de otra manera. A mí manera. Escribiéndola aquí, en mi blog. Y esta será la primera de todas.

No sé muy bien cómo empezar. Tengo muchas notas e ideas en la cabeza, pero me resulta complicado sintetizar en unos cuántos párrafos todo lo que he sacado en claro tras leer tu ensayo. Aunque en realidad, no he encontrado muchas respuestas. Y eso está bien, no te preocupes. Está bien porque lo que sí que he hallado han sido muchas preguntas, algunas incómodas, que no solo me interpelan a mí. Preguntas que tienen que ver con nuestra manera de habitar el mundo.

Pero hoy no quiero detenerme en eso. No voy a hablar de cómo me relaciono con el teléfono móvil o de cómo me afecta la comunicación por redes sociales; tampoco me apetece contarte cómo padezco la sensación de que todo se acelera y que me falta tiempo... De momento, lo dejaré para otras cartas.

Hoy prefiero hablarte de otra cosa. Te hablaré de mi paseo por el campo. Hoy es 1 de noviembre y echo de menos a mi padre. Mi madre ha limpiado su tumba. Yo y mis hermanas le hemos comprado un ramo de flores. Las tres han rezado frente a su lápida... Sin embargo, yo estoy lejos. Estoy lejos cuando lo echo de menos. Estoy lejos cuando salgo de casa buscando paz. También cuando el teléfono suena, aflojo el paso y Araceli me habla por una ventana que cabe en la palma de mi mano.

Esta tarde ha hecho buen tiempo. A medio camino, cerca del bosque de pinos, he oído el sonido de las garzas. He tenido la suerte de verlas pasar. Como siempre que las veo, he sentido como mi cuerpo se inunda de esperanza. Es difícil explicarlo. 

Poco después, cerca de un charco, he visto en el suelo una chaqueta de lana oscura. Manchada de barro, en sus pliegues, destellante bajo el sol, un enjambre de mariquitas como un río de sangre. Con la piel erizada, he sentido algo a medio camino entre la repulsión y el pasmo.

Luego he atravesado el llano. A la orilla del camino, a uno y otro lado, la tierra calma, lista para otro ciclo de cultivo. Hace unos días escribí un poema sobre este paisaje. «Todo puede comenzar de nuevo»; así terminaba.

***

«Cartas a Sergi» es una serie de entradas escritas tras la lectura de Ayuno digital, de Sergi Onorato Esteve (Descontrol. Barcelona: 2023), y publicadas originalmente en La Banda de los 4.

sábado, 31 de agosto de 2024

Manos de arena

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El personaje se mira las manos. Lleva mucho tiempo sin escribir y ni siquiera sabe por qué se sienta de nuevo frente al teclado. Sabe que tiene cosas que decir, pero, con tanto ruido, cada vez le incomoda menos el silencio, la invisibilidad, el tranquilo correr del tiempo de la rutina... Pero ahí está de nuevo, con las manos sobre las teclas, con el cuaderno de notas sin estrenar y lejos de la presión de antaño.

No se trata, se dice, de cumplir aspiraciones. Tampoco de trascender. De la playa se ha traído una piedra blanca y la imagen de sus huellas en la arena, desapareciendo, trazando un rastro efímero. Precisamente, durante uno de esos paseos ha pensado en que, frente al deseo de trascender, siente la necesidad de hacer cosas con significación. Tal vez por eso se ha sentado frente al teclado; porque quiere llenar de sentido el tiempo. Porque desea escapar del brillo errático de las pantallas. Porque ha comenzado a darle valor al tacto.

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El personaje, ahora, se toca las manos. Son manos jóvenes, de piel oscura y dedos pequeños. Con esas manos, piensa, puede escribir historias, cuidar del jardín, acariciar a su mujer, darle la vuelta al reloj de arena... Con esas manos puede envejecer. Y ese poder es el único que le interesa.

Por la ventana abierta se cuela el ruido del vecindario. Se escuchan risas, el griterío de un grupo de niños jugando al fútbol, la conversación cómplice de dos mujeres jóvenes, una botella que se descorcha, una televisión que se enciende, un vaso roto, un portazo... El personaje escribe algo relacionado con el valor de la observación. Esconde ese mensaje en un pequeño cuento sobre un adolescente al que le cuesta dormir y que sólo concilia el sueño si rememora con detalle qué ha hecho durante el día; una historia sencilla, con un principio torpe y un final abierto, inesperado, que acaba de un tirón y no corrige.

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El personaje sabe que todas esas ficciones no irán a ningún lado. No serán leídas. No le robarán el descanso a nadie. Con media sonrisa, cierra el documento de texto, apaga el portátil, guarda el cuaderno de notas, que sigue en blanco, en un cajón. Saborea, una vez más, esa sensación placentera, cálida, de reposo y tranquilidad, que desde hace algunos meses le sorprende cada vez que hace algo sin esperar un resultado inmediato. Luego sale al balcón, abre una silla y observa cómo se hace de noche mientras se toma una cerveza. El cielo se ha cubierto de nubes. La presentadora del tiempo ha dicho que a las cuatro de la mañana empezará a llover.

sábado, 13 de julio de 2024

Eva Justin o la antropología del mal (II)

  Eva Justin [Loli Tsechei] en un campamento romaní de Austria

 «Temo que Auschwitz solo esté durmiendo»

Ceija Stojka

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Sonriente, perfumada, bien vestida. Zapatos limpios y piel blanca. Así, con esa pinta intachable, siempre cargada de regalos fruslerías para las mujeres, caramelos para los niños—, se presentaba Eva Justin en los campamentos gitanos de Austria. Pero su nombre, cuenta Ceija Stojka en Esto ha pasado, no era ese. O al menos no era el nombre por el que se la conocía. Porque la llamaban Loli Tsechei.

La mujer de los dos nombres lograba hacerse amiga de las mujeres del campamento. Les llenaba la cabeza de palabras que no conocían y les pedía favores. Que le respondieran a unas preguntas. Que le mostraran las manos. Que le dejaran ver cuál era el color de sus ojos. Que se cortaran un mechón de pelo. Que les dejara medirles algunas partes del cuerpo.

Si hubo sospecha detrás de aquellas peticiones, jamás lo sabremos a ciencia cierta. Lo que sí sabemos es que los gitanos tenían miedo. Desde 1938, tras la anexión de Austria por parte de la Alemania nazi, la población romaní fue obligada a concentrarse en varias zonas determinadas por las autoridades; campos rodeados por alambradas bajo vigilancia policial. Del campo solo salía y entraba a su antojo una mujer paya: Eva Justin.

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Nuestro personaje, el investigador español que vive en Berlín, sigue sin blanca y pasa frío en una pequeña habitación del extrarradio de la capital germana. También teme la noche. Cada día le asedia la misma pesadilla: su madre le llama al teléfono y él no se lo coje; luego la ve acercando una silla a la ventana, subiéndose a ella, mirando el abismo, saltando sin pensarlo mucho... Es lo que quiere olvidar. 

Esa mañana repasa algunas notas de lectura. Quiere saber cuál fue la secuencia exacta. Cómo Eva Justin se ganó la confianza de las gitanas. Cómo realizó sus ejercicios antropométricos. Cómo elaboró una teoría racial en base a ellos. Cómo su trabajo, pretendidamente científico, justifico la persecución, arresto y posterior asesinato de miles de gitanos, incluidos niños y niñas. 

Cerca de medio día, escucha un ruido fuera, en la calle, y sube la persiana. Un grupo de jóvenes de Alternative für Deutschland, acompañados de un furgón con megafonía, anuncian para esa noche la celebración de un mitin electoral. Nuestro personaje cierra la ventana y retoma el trabajo, aunque le resulta difícil volver a concentrarse. Y si Auschwitz solo estuviera durmiendo, murmura para sí.

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Eva Justin saca un caramelo del bolsillo, se lo entrega a un niño. Luego pide una silla, le dice a la madre del niño que se siente en ella. Saca entonces un aparato extraño y le mide la nariz, le mide las orejas, le mide la distancia entre los ojos, le mide la frente, le mide otras partes de la cabeza. Cuando guarda sus instrumentos, lo apunta todo en una pequeña libreta negra y vuelve a su casa. Con todas esas notas, escribe un cuento. Es un cuento de terror. La historia que cuentan los policías de la Gestapo para arrestar a los gitanos, para llevarlos a los campos, para esclavizarlos, para matarlos en las cámaras de gas. 

Ceija Stojka se libró por poco.

domingo, 14 de abril de 2024

La espectralidad del cuerpo

 
Fotografía de Jordi Flores perteneciente a la serie Ignacio y Jessica.

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La espectralidad de nuestro propio cuerpo. Un cuerpo que solo aparece cuando siente dolor, cuando se muestra viejo, cuando cae sobre sí mismo por el cansancio. Porque el cuerpo, hoy, pareciera haber desaparecido. Se muestra, sí, cuando lo ponemos a producirse en el gimnasio o ejecutando el enésimo programa de entrenamiento con que probamos a ponernos en forma... A ponernos en formación.  

Porque hay un triple mandato: Tienes que estar sano. Tienes que cuidar tu cuerpo. Tienes que cuidar tu mente.

Pero sanos para qué. Qué puede significar, hoy, cuidar de nuestro cuerpo y nuestra mente que no sea otra cosa que estar en condiciones para producir, consumir... y venderse, ya que nuestro propio cuerpo se ha convertido en marca.

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La espectralidad de nuestro propio cuerpo. Un cuerpo sepultado bajo las ruinas de los continuos requerimientos, de la presión constante, del sordo malestar que nos produce no llegar a nada, hacer las cosas mal. Un cuerpo tachado, preso, en las listas de tareas diarias. Un cuerpo dopado de adrenalina que engulle el malestar y trata de ignorar su angustia.

Y así las cosas, la nostalgia del cuerpo. La añoranza de un cuerpo, consciente de sí mismo, que se sienta tranquilo, en calma. Un cuerpo sereno al que no le importa confundir paz con libertad. Se comprende así nuestra tendencia a identificar felicidad con tranquilidad, seguridad y tiempo para nosotros mismos. Una utopía estoica que, ahora sí, se antoja enajenada de cualquier proyecto de transformación social emancipatorio. Hablamos, por tanto, de una derrota del socialismo en el plano del imaginario: porque el anhelo de bienestar es la otra cara de la renuncia al conflicto.

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Miles de pantallas engrasan la maquinaria del consumo, crean identidades líquidas, alimentan una sociabilidad superficial que rehúye los compromisos y cimenta nuestro egotismo, pero son incapaces de ocultar la verdad del cuerpo. Envejecemos.

Nos negamos a reconocer las reglas del juego, las que marcan qué cuerpos son visibles y cuáles no. Solo pensamos en ellas cuando se hacen sólidas, cuando nos sentimos excluidos, al otro lado de la norma. Y es entonces cuando tenemos la oportunidad de ver todos aquellos cuerpos invisibilizados. Cuerpos vivos y cuerpos muertos. Los cuerpos de las trabajadoras que ponen la comida en nuestros platos, jornaleras migrantes enterradas bajo el plástico de los invernaderos. Los cuerpos arrugados de los ancianos, sí, pero también los cuerpos necesarios, imprescindibles ahora, de sus cuidadoras. Los cuerpos muertos de las miles y miles de personas sepultadas en la fosa del Mediterráneo. Los cuerpos desaparecidos de los asesinados por el fascismo... Los cuerpos de aquellos y aquellas que se lo jugaron todo por la Revolución.

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Una genealogía de nuestros cuerpos muertos, eso necesitamos. Y también una mirada desafiante y compasiva que se niegue a mirar a donde ellos quieren. Una mirada que tome conciencia de la materialidad del cuerpo y actúe en consecuencia.  

domingo, 24 de marzo de 2024

Manuel Escorza del Val: ecos editoriales de una pequeña historia

Manuel Escorza del Val, junto al resto de la Delegación Juvenil Libertaria, en el Congreso Internacional de la Juventud, celebrado en Ginebra (Suiza). En Juventud Libre, número VI, 19/09/1936 (Madrid).

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Hace tiempo tenía un blog donde escribía sobre historias relacionadas con Piedra Papel Libros, nuestro pequeño artefecto editorial. Se llamaba Diario de un editor de piedra y la última entrada es del 28 de diciembre de 2021. El post que escribo ahora sería típico de los que escribía allí. En todo caso, cualquier sitio es bueno para hablar de Manuel Escorza del Val.

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Hace siete u ocho años, no lo recuerdo bien, llegué por azar a una revista digital de historia, Instinto Social se llamaba, donde me topé con un artículo de título sonoro y enigmático que aludía, además, al clásico de Juan García Oliver: «El eco de las muletas. Una aproximación a Manuel Escorza del Val». Firmaba el texto Víctor Malavez y el protagonista del relato me sonaba ligeramente, quizá de haberme topado con su nombre revisando el Archivo CNT.

El caso es que leí el artículo de un tirón y me quedé fascinado por la historia. Recuerdo que era fin de semana y que tuve tiempo para tomar algunas notas. El artículo no dejaba de ser una revisión bibliográfica que, a modo de estudio preliminar, ponía encima de la mesa qué se había dicho de Manuel Escorza y de su servicio de investigación a las órdenes de las regionales catalanas de la CNT y la FAI, pero dejaba entrever que el autor ya había trabajado con algunas fuentes primarias y que había mucha tela que cortar en el tema de los servicios secretos vinculados al movimiento libertario.

Dejé reposar la lectura un par de semanas y revisé si ya se había publicado alguna biografía sobre el personaje en cuestión. Una vez me cercioré de que no se había publicado nada, me puse en contacto con la revista y pude hablar por primera vez con el autor del texto, que utilizaba por entonces el pseudónimo que mencionaba antes. Detrás de Víctor Malavez se hallaba Dani Capmany, un historiador sin apenas obra publicada, que llevaba varios años persiguiendo el rastro del responsable de la Comisión de Investigación encargada de ventilar algunos de los asuntos más incómodos para las organizaciones libertarias en el contexto de la Revolución Social desatada el 19 de julio de 1936.

Nos pusimos de acuerdo muy pronto y tras una revisión del texto, publicamos el libro en 2018. El eco de las muletas despertó el interés de varios periodistas, pero fue el artículo «Cómo un "tullido lamentable" creó el servicio secreto anarquista durante la Guerra Civil», de Fermín Grodira (Público, 28/10/2018), el que lo puso en el punto de mira de un buen puñado de lectores interesados en la trastienda del proceso revolucionario.

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La publicación del libro no solo consiguió que la figura, prácticamente desconocida hasta la fecha, de Manuel Escorza del Val, empezara a desvelarse, sino que permitió actualizar los debates sobre los límites de la Revolución y las terribles exigencias que plantea un proceso de transformación social donde una organización que ha peleado siempre contra el Estado, la CNT, adquiere una posición de liderazgo que le permite controlar, incluso, buena parte de los resortes de poder de la vieja institucionalidad.

En todo caso, la recepción del libro también se vio condicionada por las limitaciones de una obra que, tal y como se explica en el subtítulo, no dejaba de ser una aproximación al tema. Algunos historiadores pusieron encima de la mesa la ausencia de trabajo con fuentes primarias y otros lectores advirtieron que el libro se quedaba corto como biografía política. Críticas legítimas que nos hicieron pensar en la necesidad de publicar un estudio de mayor profundidad que fuera fruto, ahora sí, de todo el trabajo acumulado por Dani Capmany tras muchos años de patearse archivos, contrastar informaciones y buscar datos veraces en un campo de estudio, el de los servicios secretos, donde buena parte de la documentación ha sido producida con fines interesados y desinformativos.

Quemar a Troncoso. Inteligencia libertaria en la Guerra Civil Española nace de ahí. Un texto de más de setecientas páginas, que fue creciendo poco a poco, y que nos ha costado mucho trabajo sacar adelante. Primeramente, porque apenas si tenemos tiempo para trabajar en la editorial. Y después porque no estamos acostumbrados a trabajar originales de tal envergadura; textos que, además, requieren un minucioso proceso de corrección y obligan a elegir muy bien el formato del libro. 

Dicho esto, estamos seguros de que todo el esfuerzo desarrollado por ambas partes, autor y editores, va a merecer la pena. Con tantos libros publicados sobre la Guerra Civil, es una satisfacción echar a rodar una obra que camina por territorios prácticamente inexplorados, abriendo un sendero por el que acceder a una parte de la historia del movimiento libertario que apenas si se ha contado y a la que solo han querido aproximarse ―con más pena que gloria, eso sí los enemigos de la Revolución.

sábado, 27 de enero de 2024

El fecundo legado de Philomena Franz

Philomena Franz me mira desde el otro lado de la pantalla. Tenía una cita con ella desde hace bastante tiempo. Su libro ha sido uno de los que más me han sacudido de los últimos meses y no quería guardarlo sin anotar previamente unas líneas en el blog. Precisamente hoy se celebra el Día en Conmemoración de la Víctimas del Holocausto. Hoy, cuando las bombas no paran de caer sobre Gaza y el Estado de Israel prosigue con su limpieza étnica. Hoy, cuando buena parte de la población judía aplaude el genocidio palestino y otros tantos miran para otro lado, como si no fuera con ellos, exactamente igual que hicieron los alemanes cuando millones de judíos eran asesinados en las cámaras de gas. Hoy, cuando a pesar de las amenazas, la represión y el señalamiento público, no son pocos los judíos que alzan la voz contra el crimen y la ignominia.

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Llegué a Philomena Franz a través de otra mujer gitana, Ceija Stojka. Las dos pasaron por los campos de concentración nazis, las dos estuvieron al borde de la muerte, las dos sobrevivieron y las dos acabaron narrando sus vivencias en varios libros y documentales. Philomena Franz lo hizo antes, en un libro maravilloso publicado en España por Xordica: Entre el amor y el odio. Una vida gitana; en una edición al cuidado de la investigadora María Sierra, autora también de El holocausto gitano.

Medio millón de gitanos fueron asesinados por los nazis hasta 1945. La tragedia del pueblo romaní no recibió, ni de lejos, la merecida consideración que el holocausto judío. Lo cuenta María Sierra en el epílogo del libro:

Lo que sucedió en la posguerra con los sinti y los romaníes perseguidos por el nazismo fue muy distinto: la justicia alemana negó durante mucho tiempo que hubieran sido perseguidos colectivamente durante el nazismo por motivos raciales o ideológicos, considerando por el contrario que en la mayoría de los casos la detención habría sido realizada dentro de un legítimo combate gubernamental contra la delincuencia.

Terrible. Sin embargo, el valiente testimonio de mujeres como Philomena Franz y la lucha decidida de las asociaciones gitanas, lograron que el Porrajmos, el holocausto gitano, no fuera barrido de la historia. Aunque, a pesar de lo anterior, me sigue pareciendo increíble que apenas si podamos encontrar información en internet sobre Joseph Eichberger, uno de los principales instigadores del genocidio romaní, el doctor Ritter, antropólogo que jugó un papel clave en la elaboración de informes supuestamente científicos que justificaban la inferioridad racial de los gitanos, o el campo de concentración de Marzahn, destinado a recluir a la población gitana antes de la celebración de las Olimpiadas de Berlín de 1936.

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Philomena Franz escribe que cuando odiamos perdemos y que solo el amor puede salvarnos. Que una mujer como ella, que ha sido víctima de un odio desmedido e inhumano, afirme eso con tanta rotundidad, nos habla a las claras de la profunda humanidad de su legado, afirma la grandeza de su victoria contra el mal, pues, tal y como dice María Sierra, el campo de concentración pretendía deshumanizarlos, robarles su dignidad y su empatía, destruir los lazos sociales que tejen nuestra naturaleza, nuestra propia identidad de especie.

Veo a Philomena Franz en esa foto, mirando calmada a la cámara, con la belleza y la serenidad de una mujer gitana con la que no han podido, que pasó por el mundo sembrando paz, y solo puedo querer imitar su ejemplo, multiplicar sus palabras y tener presente siempre su manera de entender el mundo.

sábado, 30 de diciembre de 2023

Un cuchillo entre los dientes

 
António José Forte (1931-1988)

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En el sueño, un niño yo arroja un palo con toda la fuerza que guarda en su pequeño cuerpo. Un perro negro, grande, de apariencia bonachón, va corriendo hacia él. Tú sales corriendo en dirección contraria. Sabes que hay algo más... Mientras corres, te giras y ves al perro, que ya es otro, correr hacia ti con un brazo ensangrentado en la boca.

Despiertas de repente. Tienes veinte años y pareciera que llevaras durmiendo un siglo. Pero no es así. Te has pasado toda la noche trabajando en ese bar que te está quitando la vida y has caído en la cama, apenas dos horas antes, como si estuvieras muerto. Y quizás lo estás, te dices mientras cierras la cafetera como si fuera una bomba de mortero.

Pero cuál es tu trinchera.

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No sabes dónde te encuentras. Seguramente sea una biblioteca, pero ignoras cuál. Hojeas un libro. Te detienes en la página donde se reproduce un cartel de la Gran Guerra: un soldado alemán, con un cuchillo entre los dientes, se arrastra por el suelo sin dejar de mirarte... Será precisamente entonces cuando empieces a escribir aquel relato sobre el coleccionista de rostros deformes; una pasión secreta que oculta a su mujer y que, sin saber muy bien por qué, le hace sentir culpable. Una culpabilidad con olor a gas mostaza.

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Abres un libro un año después: «aquí estás tal cual / eres exactamente tú el perro joven que nadie esperaba»; los versos de António José Forte destellan en la penúltima noche de este año al que has llegado vivo y todavía sin miedo. 

Un cuchillo entre los dientes y otros textos. Un compañero de La Torre Magnética lo pone entre mis manos como si fuera un arma. Yo lo abro como quien le quita el pañuelo a una bola de cristal. 

Leo cada página con la sensación de haber sido bendecido con una suerte extraña, oscura y prodigiosa, que no acabo de entender, y que me hace salir indemne, si acaso algo magullado en las mejillas, tras leer estos poemas llenos de fuerza, magia y belleza.

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Miro al perro a la cara. Abre la boca y deja caer un brazo. Ladra. Se acerca a mí y le acaricio el lomo. No sé quién perdona a quién... El brazo, que primero fue palo, ahora es cuchillo y después serpiente. 

Te lo recuerda Forte: «Si todavía puedes oír la caracola de la infancia / oirás con certeza la señal de la partida». A qué esperas. 

martes, 14 de noviembre de 2023

Eva Justin o la antropología del mal (I)

Eva Justin comprobando las características raciales de una mujer gitana, como parte de sus ''estudios raciales'' (Wikipedia)

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El personaje encuentra un nombre perdido en un relato de Ceija Stojka. Ese nombre es Eva Justin. En un primer momento, no sabe quién es. Solo sabe lo que le cuenta en el libro la pintora gitana que sobrevivió a los nazis. Resumen: Eva Justin, la antropóloga del mal.

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Diez años después, el personaje, cubierto de una manta para soportar el frío, se frota las manos buscando calor. Se le acabó el dinero. Todos los lujos fuera. Y la calefacción también. Tendrá que trabajar prácticamente aterido. En un par de semanas tiene que entregar un artículo para poder prolongar su beca. Vive en Berlín. Solo. Escribe una tesis sobre el legado macabro de Eva Justin.  

Atrás su tiempo tranquilo en el calor de España, su padre y su novia, que ya no lo es, y el retrato de la madre muerta, en la mesa pequeña donde casi nunca suena el teléfono. Su madre, rubia, delgada, la hija del militar. La que saltó por la ventana. La que no pudo aguantar el tormento de un futuro predestinado, medido al milímetro, como el rostro de aquellas gitanas que interrogaba Justin, la científica social que quiso diseccionar las razas.

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Vayamos al artículo. El personaje escribe sobre el papel que jugó la antropología social en las políticas represivas de los totalitarismos en Europa durante la primera mitad del siglo XX. Antropología y fascismo. Antropología y nazismo. Antropología y estalinismo. 

Eva Justin aparece en el texto, apenas pespunteada, a la sombra de Robert Ritter y Josef Mengele. Pero la sombra, en realidad, es la que arrastra él. El personaje se mira en el espejo del baño. Ha perdido peso y siente dolores fuertes en el estómago. No se alimenta bien. Sólo lee, estudia, escribe, pasa días enteros visitando archivos, dejándose la vista en cientos de páginas mecanografiadas con la tinta azulada donde se hundió la dignidad de un pueblo, Alemania. 

El personaje se mira, decía, en un espejo que no refleja la náusea, el miedo pegajoso que a cada tanto le aturde, no le deja respirar. Se afixia y no sabe por qué. O sí. Cierra los ojos para no verse. En esa oscuridad está todo.