viernes, 31 de octubre de 2025

Huracanes en la periferia

 

A esta altura de la película, quizás no tenga demasiado sentido preguntarse si la poesía puede cambiar el mundo. Tampoco tiene hueco la pregunta a propósito de su utilidad. La poesía no vale para nada, dicen. Ni falta que le hace, pienso.

Sin embargo, en este mundo pantallizado, se diría que superficial y cínico, encontrar algunos libros como Huracanes en la periferia, de Ángela Martínez Fernández, parece reconciliarnos con la profundidad de la experiencia de estar vivos. Una experiencia que algunos, algunas, no podemos transitar sino como hijos de la clase trabajadora. Y es que este libro de poemas está construido sin orillar esa vivencia constitutiva. Poemas sobre las jornadas de trabajo extenuantes. Poemas sobre el miedo (a la enfermedad, al paro, a la falta de expectativas…). Poemas sobre las jaulas del consumo. Poemas, también, sobre la esperanza, el amor y la amistad, sobre aquello que nos mantiene en pie.

Escribe Ángela Martínez: «Aquí donde recito / mi madre nunca entra / por eso el poema me separa de todo lo que soy». Y con ella pensamos que la poesía, la belleza de lo dicho, ha sido arrancada de la patria de nuestras familias. Porque la idea de la poesía como ejercicio estilístico, alejado de la cultura popular, ha calado hondo, y pareciera que escribir no fuera sino un intento fútil de distinción.

Por suerte, y lo decía antes, hay libros que nos abren la posibilidad de pensar en una poesía que no le pertenezca a nadie. Una poesía que nos ayude a mirarnos en el espejo.

- Reseña publicada en el número 1 de la revista Esporas

miércoles, 15 de octubre de 2025

Centímetro a centímetro


Si hiciéramos el ejercicio de revisar los catálogos de las editoriales vinculadas al movimiento libertario en el Estado español, advertiríamos que apenas si se cuentan con los dedos de las manos los libros que pudieran tener una relación, siquiera tangencial, con el tema de la vejez. Centímetro a centímetro, de Eduardo Romero, es uno de ellos. Lo interesante de este libro, además, es que no es un ensayo, sino un libro ficcional que, sin embargo, pareciera una crónica exhaustiva de la relación entre un anciano y su cuidadora a lo largo de un día.

Una crónica, decimos, que deslumbra por su minuciosidad. Y elegimos deslumbrar adrede. Los viejos no suelen protagonizar historias en la literatura actual. Las obreras del cuidado tampoco y menos si son migrantes. Los viejos no venden, no aportan capital social… Los viejos y las viejas, sobre todo si son dependientes, han sido orillados de nuestras ficciones porque son todo lo opuesto a personajes con popularidad. Precisamente por lo anterior, cuando leemos este libro quedamos noqueados, deslumbrados, por la terrible luminosidad de este baile entre dos cuerpos. Luminosidad, sí, porque, a pesar de los pesares, a muchos, a muchas, nos sigue conmoviendo la transformadora humanidad de los gestos del cuidado.

Y si hablamos de cuidados, hablamos de cuerpos. Centímetro a centímetro es un libro donde los cuerpos del anciano y su cuidadora son los auténticos protagonistas del relato. Sus cuerpos y la relación entre ellos. Una relación pautada, además, por una rutina donde asegurar las funciones vitales del cuerpo envejecido, se convierte en el objetivo prioritario de la cuidadora. Por eso mismo, cuando leemos este libro tenemos la oportunidad de darnos cuenta de la maravillosa complejidad de acciones que, como seres humanos, ponemos en juego a diario mientras realizamos acciones tan primarias como dormir, comer o limpiar nuestros cuerpos. Y hablo de oportunidad porque, leyendo este libro es imposible no sentirse interpelado. Efectivamente, ese cuerpo lento, torpe, que se mueve con dificultad y al que le falta fuerza, será el cuerpo de muchos de nosotros y nosotras. Ese cuerpo arrugado, al que le cuesta tragar y que apenas si puede sostenerse en pie, será el cuerpo de muchos de nosotros y nosotras.

Y es que, queramos o no queramos, los datos están ahí. La esperanza de vida no para de crecer en occidente y nuestros cuerpos envejecidos duran cada día más. A pesar de que sean los cuerpos jóvenes, esbeltos, deseables, aquellos que copan casi todos los espacios, aquellos que protagonizan casi todas las historias, en la sombra, fuera del foco de las pantallas y las redes sociales, cada día seremos más las personas envejecidas, dependientes del cuidado de otras. Y esa es una realidad aplastante, que pocos quieren ver, y que parece no merecer la atención de prácticamente nadie. En este caso, como en tantos otros, la objetividad de los datos, en este caso procedentes de la demografía, parece no bastar para generar una conciencia activa que se antoja imprescindible para hacernos cargo de la situación.

Lo realmente preocupante de lo anterior es que ese desinterés es transversal. Como decíamos al principio, si ponemos el foco en las líneas de interés de las editoriales vinculadas al movimiento libertario, nos daremos cuenta de que apenas si nos interesa pensar la vejez. Pensar la vejez para impulsar debates que ayuden a generar herramientas de intervención política que mejoren la vida de los ancianos y ancianas. Pensar la vejez en el contexto del capitalismo del siglo XXI para advertir cuáles son los mecanismos que desvalorizan los cuerpos de las personas que ya no pueden producir ni consumir. Pensar la vejez para establecer alianzas entre todos aquellos sectores poblacionales prescindibles para el capitalismo e imaginar un futuro donde los valores subyacentes a la cultura del dinero no hegemonicen nuestras maneras de vivir.

A día de hoy, se antoja impostergable la necesidad de poner encima de la mesa ensayos, ficciones, crónicas… que contribuyan a posicionar los debates en torno a la vejez y el proceso de envejecimiento en el contexto del capitalismo postindustrial. En ese sentido, y aun siendo conscientes del eco limitado de los libros publicados por las editoriales del entorno libertario, no podemos perderle la cara a un tema que irá ganando fuerza con el paso del tiempo y en el que los primeros en posicionarse han sido los think tanks de las aseguradoras, los bancos y las grandes empresas, quienes han encontrado en la economía gris una oportunidad de negocio.

En definitiva, y recapitulando, Eduardo Romero teje en Centímetro a centímetro un relato inusual en la literatura actual; inusual y oportuno. Hablamos de una historia de plano corto donde las vidas invisibles de un anciano y su cuidadora adquieren un protagonismo que ilumina una parte de nuestras vidas que nos cuesta ver; una historia donde, junto a la fragilidad de nuestros cuerpos, asoma la certeza de que lo mejor que tenemos es el nosotros, el nosotras, el realismo salvaje de nuestra interdependencia. Leamos, pues, Centímetro a centímetro con la esperanza de que, en un futuro próximo, no sean pocas las historias a través de las cuales podamos pensar cómo queremos envejecer y qué sociedad queremos, también, para acoger los largos últimos años de nuestras vidas.

- Reseña publicada en el número 1 de la revista Esporas

domingo, 7 de septiembre de 2025

¿Qué se juega en el deporte?

El fútbol no es un deporte. Este es el título de un artículo que firma Fernando García Regidor para la página web de la CNT de Bilbao. En el texto, no demasiado extenso, el listado habitual de prácticas abominables que rodean al llamado deporte rey. Es un artículo que representa a la perfección la corriente de opinión que, aun defendiendo la práctica deportiva, rechaza los derroteros que ha tomado el deporte profesional, y más concretamente el fútbol, por lo que éste tiene de alienante, embrutecedor y capitalista.

Los argumentos a favor de esta corriente de opinión no son pocos. Si nos centramos, por ejemplo, en el fútbol, vemos como las grandes competiciones deportivas se han convertido en lucrativos negocios. Por otro lado, muchos de los clubes de fútbol han tolerado que sus cargos directivos hayan ido a parar a grandes empresarios que, en no pocas ocasiones, carecen de cualquier tipo de relación con los barrios y ciudades en los que se enraízan los clubes, y, lo que es peor, utilizan sus puestos de poder en la esfera deportiva para favorecer sus negocios privados. Y estos son solo un par de apuntes relacionados con la cuestión.

Teniendo en cuenta lo anterior, en los últimos tiempos no son pocas las voces que claman por un modelo de deporte, también en lo que afecta al fútbol, donde los intereses mercantiles queden marginados y sean los valores positivos del deporte los que tengan protagonismo. A partir de ahí, también encontramos una corriente de opinión, cada vez más importante en el seno de la militancia política y social de izquierdas, que considera imprescindible recuperar el deporte como una arena política en la que intervenir, apostando decididamente por un modelo deportivo que, por un lado, recupere su genealogía obrera y, por otro, sirva como correa de trasmisión de los valores antagónicos al capitalismo.

Al final, nos encontramos con un debate que no es nuevo. Como nos recuerda Gerard Pedret en La revolución deportiva. Anarquismo y deporte en Cataluña (1931-1939) (Piedra Papel Libros, 2022), no son pocos los artículos escritos en la prensa anarquista catalana que dan cuenta de la pugna entre aquellos sectores del movimiento libertario que consideraban el deporte una forma de entretenimiento burgués, y aquellos otros que apostaban por la creación de clubes deportivos asociados a la clase obrera para, entre otros objetivos, favorecer espacios de sociabilidad saludables entre los jóvenes y utilizar el tejido deportivo con fines proselitistas.

En realidad, el rechazo a las derivas mercantilistas del deporte y la apuesta por un modelo deportivo de carácter popular, han ido siempre de la mano. Sin embargo, hay una parte de la historia de la transformación del deporte en un espectáculo de masas que suele ser bastante ignorada y que, a día de hoy, sigue teniendo eco en las luchas emprendidas por los deportistas para mejorar su condición social. Tal y como nos cuenta Alberto Luque en Melé en las gradas. Reflexiones para la recuperación del deporte obrero (Piedra Papel Libros, 2022), fue precisamente la lucha por la profesionalización del deporte y la mejora de las condiciones laborales de los obreros que practicaban rugby o fútbol, la que permitió la socialización masiva de la práctica deportiva y su recuperación para los intereses de la clase trabajadora.

Efectivamente, desde finales del siglo XIX hasta la finalización de la II Guerra Mundial, la explosión de clubes deportivos vinculados a las organizaciones obreras se hizo sentir especialmente en Europa y Latinoamérica. Atrás quedaron aquellos clubes deportivos fundados por las grandes empresas capitalistas con el propósito de domesticar a sus plantillas. Por el contrario, durante estos años proliferaron los equipos creados directamente por militantes socialistas y anarquistas, y aquellos otros que, a pesar de no deber su creación a organizaciones de izquierdas, nacieron en barriadas obreras, pueblos mineros, distritos fabriles, etcétera. En ese sentido, si rastreamos la historia de buena parte de los clubes deportivos que hunden sus raíces en los albores del siglo XX, encontraremos que muchos de ellos han nacido por iniciativa de la clase trabajadora.

Junto a ello, no podemos olvidar que fueron los deportistas de extracción obrera ―aquellos que después de cada partido debían volver al tajo― quienes exigieron compensaciones por lesión, días de descanso y una retribución digna por jugar que, como en el rugby, siempre fue criticada por aquellos jugadores de extracción burguesa y aristocrática que defendieron el amateurismo a ultranza. Una lucha que canalizaron a través de un amplio repertorio de herramientas de protesta y reivindicación, incluida la huelga, que les permitió ganar una posición de fuerza con la que imponer sus legítimas demandas.

Históricas fueron, por ejemplo, la huelga de los futbolistas argentinos en 1931 y, mucho más recientemente, la huelga de los futbolistas españoles de 1979. Como histórica será también la lucha emprendida por las jugadoras de fútbol en el Estado español, que no solo han exigido la dignificación de sus condiciones laborales sino que se han plantado contra el machismo inserto en la estructura deportiva futbolística. Hablamos de una movilización que, por un lado, parte de unas jugadoras que son plenamente conscientes de sus orígenes humildes, y, por otro, se apoya en la emergente estructura sindical que está favoreciendo la articulación de este colectivo.

Llegados a este punto, parece justo abordar las implicaciones políticas del deporte no solo desde la óptica crítica con su deriva mercantil. Teniendo en cuenta esto, y siendo conscientes de la enorme repercusión que en nuestras sociedades tienen las distintas prácticas deportivas, parece aventurado despreocuparse de una arena política de primer nivel que, además, se ha construido socialmente a través de un corpus de aportaciones donde la clase obrera ha jugado un papel protagonista.

- Artículo publicado en El Salto

domingo, 12 de enero de 2025

Cartas a Sergi (III)

Hola Sergi.

No sé muy bien cómo escribirte esta tercera carta. Tengo ideas sueltas, aparentemente inconexas, que me rondan desde hace unos días, pero no sé muy bien cómo trazar el puente que las una. Por un lado, no sé, me gustaría contarte que he apuntado unas cuantas reflexiones sobre la relación entre compulsividad, angustia y redes sociales. Ayer, por ejemplo, pensé que la exposición constante de nuestra imagen, su difusión a través de nuestras redes, no tiene tanto que ver con una necesidad constante de validación externa, que también, sino con el miedo a la invisibilidad. Y ese miedo, creo, conecta directamente con otros miedos más callados: el miedo a la soledad, el miedo al silencio, el miedo al aburrimiento, el miedo a la quietud. Y si lo pienso bien, entiendo perfectamente que esos miedos se activen a través de una sensación de angustia; una sensación que impide cualquier tipo de recogimiento y desaparece, claro está, cuando nos zambullimos en ese abismo de estímulos visuales y parloteo superficial del que siempre salimos de la misma forma... Con el pellizco del vacío haciendo mella en una conciencia que no se deja engañar por la química de las pantallas.

Y luego, cómo te explico que todo esto conecta con algo diametralmente opuesto; cómo te explico que a principios de semana, muy temprano, tuve que parar el coche en un carril de aceleración porque A fragile thing, de The Cure, casi me despedaza. No sabría cómo explicarlo, pero es como si al escuchar los primeros acordes me hubiera convertido en el niño que los escuchó por primera vez hace más de treinta años. No sabría cómo explicarlo, te digo, pero allí, parado en el arcén, pensé que aquella canción solo estaba sonando para mí y que hay algo oscuro, auténtico, bello y peligroso en el camino de quien decide apartarse. Porque, pregunto, qué será hoy vivir una vida al margen de la mirada ajena, qué será hoy vivir una vida de recogimiento, silencio y sencillez...

Three imaginary boys, el primer álbum de estudio de The Cure, se publicó en 1979, justo el año en que nací. Parece increíble, pero ahí siguen, cuarenta y cinco años después.   

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«Cartas a Sergi» es una serie de entradas escritas tras la lectura de Ayuno digital, de Sergi Onorato Esteve (Descontrol. Barcelona: 2023), y publicadas originalmente en La Banda de los 4.

martes, 17 de diciembre de 2024

Cartas a Sergi (II)

Hola Sergi.

Te escribo rápido. Me he despertado temprano para anotarte unas líneas antes de ir al trabajo.

Precisamente, hoy te quería hablar del tiempo. En el verano, cuando seguí tus consejos de ayuno digital y le di de lado a las redes sociales, empecé a pensar en mi relación con el tiempo; no solo sopesé cuántas horas y minutos paso a lo largo del día en el espejo del móvil, sino qué hago con mi tiempo, cómo lo estoy gastando y, sobre todo, cuál es el ritmo que me marco para hacer las cosas, es decir, cuál es mi velocidad.

En la escuela me enseñaron que velocidad es espacio partido por tiempo. Pero ahora sé que es mucho más. En esas semanas de vacaciones de las que te hablo, mientras leía en la playa o paseaba, casi de noche, por los caminos de mi pueblo, le he dado muchas vueltas a mi concepción del tiempo. Sí, yo también me dejo llevar por esa extraña forma de compulsión con la que lo hacemos todo. Me siento como un autómata cuando agarro mi móvil sin saber concretamente qué quiero hacer con él. Me siento como un autómata cuando entro de cabeza en la espiral infinita de tareas diarias, muchas de ellas fútiles o desprovistas de una significación tangible. También me siento como un autómata cuando, en vez de sentir mi red de afectos como un sostén, la pienso como una trampa. Me siento como un autómata cuando me siento incapaz de construir en mi cabeza un mundo distinto al que heredé de la cultura dominante.

Pero, ¡ojo!, que he tomado decisiones. ¡Me he comprado un reloj! Es pequeño, ligero y sobrio; negro y dorado, funcional. Me lo compré, sobre todo, para no tener que mirar el móvil cada vez que quiero saber la hora. Aunque también lo uso como un amuleto que, si bien me recuerda mi capacidad de incidir sobre el cómo quiero pasar mis días y noches, también hace visibles cuáles son mis cadenas. Porque sé para que se inventaron los relojes... Conozco cuál fue su papel en la configuración social del capitalismo durante la modernidad y cómo contribuyeron a enajenar el tiempo de las personas, secuestrando nuestras vidas en una maraña de dictados y normas sociales cuya única finalidad es enriquecer a unos pocos.

Acabo ya. Esa reflexión sobre el tiempo también la he alimentado con la lectura de unos cuantos libros que abordan el tema de una manera más o menos directa. El que más me gustado ha sido El tiempo regalado, de Andrea Köhler, un ensayo que daría para otra carta, y que tengo lleno de páginas dobladas y subrayados. Este es uno de ellos: «El ser consciente de que está vivo porque ha sido tocado por la muerte es el hombre».

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«Cartas a Sergi» es una serie de entradas escritas tras la lectura de Ayuno digital, de Sergi Onorato Esteve (Descontrol. Barcelona: 2023), y publicadas originalmente en La Banda de los 4.

domingo, 17 de noviembre de 2024

Repensando la relación entre anarquismo y territorio


Un puntito amarillo en un mapa de otros colores. Eso era: un puntito amarillo que marcaba el único sitio donde se extraía oro en España. El mapa ilustraba el tema sobre la minería española que incluía mi libro de Sociedad, la asignatura vinculada al aprendizaje de ciencias sociales.

Estábamos a principios de los años noventa y no recuerdo bien qué curso de la EGB (Educación General Básica) estudiaba en aquel momento. ¿Séptimo? ¿Octavo? Da igual. Lo que sí recuerdo es que me gustaban mucho las asignaturas donde se impartían contenidos de Historia y Geografía Humana. El caso es que aquel punto amarillo señalaba una pequeña localidad de la provincia de Almería, Rodalquilar, donde se extraía oro desde principios de los años treinta. Lo que no sabía entonces era que la explotación aurífera había cesado en 1966 y que aquel punto amarillo era como esas estrellas, ya muertas, cuya luz vemos de noche; un reflejo de lo que fue.

Pasado el tiempo, echo la vista atrás y pienso que no han sido pocas las ocasiones en las que he pasado unos días en Cabo de Gata. Fue precisamente durante mi primera visita a ese parque natural cuando conocí en persona Rodalquilar, un pueblo que no llega a los doscientos habitantes y en cuyo paisaje destacan las ruinas de las instalaciones mineras; un pueblo ubicado en el centro de una zona casi desértica, llena de vida, que deslumbra por su belleza agreste.

Ruinas, desierto y un entorno inspirador… Ruinas que cuentan una historia de explotación salvaje de la tierra; una historia, también, de colonialismo y desmemoria; en una provincia, Almería, donde la tierra, a día de hoy, sigue siendo explotada por encima de sus posibilidades. La huerta de Europa, dicen. Miles y miles de hectáreas veladas por el plástico blanco de los invernaderos; como si fuera un glaucoma tóxico. Y fuera del foco, en las zonas de sombra que oculta el radiante negocio de la agricultura intensiva, el duro trabajo de cientos de jornaleros migrantes, la proliferación de infraviviendas, la falta de agua, el rosario interminable de pequeños vertederos incontrolados y otras agresiones constantes al medio ambiente.

Pero entonces —me refiero al momento en el que visité Rodalquilar por primera vez— aquellas ruinas no me interpelaban como lo hacen ahora y tampoco necesitaba recuperar la noción de lo que, en términos de la Geografía Humana, significa la palabra territorio. Hoy, sin embargo, el recuerdo reciente de esas ruinas me hace preguntarme cosas y me asomo a internet para obtener la definición que necesito. La anoto en un cuaderno. Es el fragmento destacado en la búsqueda de Google:

Para Geiger (1996), el territorio es una extensión terrestre que incluye una relación de poder o de posesión por parte de un individuo o de un grupo social, que contiene límites de soberanía, propiedad, apropiación, disciplina, vigilancia y jurisdicción, y transmite la idea de cerramiento.

Investigo un poco. Ese Geiger es Pedro Pinchas Geiger, un geógrafo brasileño, nacido en 1923, cuyas palabras —«propiedad», «vigilancia», «disciplina», «jurisdicción»— resuenan en mi conciencia política. Ecos, claro está, del diccionario del poder que nosotros mismos componemos conforme vamos ganando años de aprendizaje y bagaje político.

Ahora que las leo, pienso que todas esas palabras, cargadas de tanta significación, dan fuste a un término, territorio, que si bien ahora me interesa, hasta hace bien poco me ponía en alerta; una reacción lógica si tenemos en cuenta que, por culpa de mi estrecha mirada, siempre ubicaba esa palabra en el esquema teórico del nacionalismo político.

Pensar el territorio desde un lugar distinto

Lo escribe Santiago Alba Rico en una de las páginas de Ser o no ser (un cuerpo). Si quisiéramos crear un país de la nada, lo primero que necesitaríamos sería esto: territorio, gente, un nombre, un gobierno, una bandera, una moneda y un pasaporte. Ahí está: «territorio»; es la primera palabra que pone en su lista el filósofo madrileño. Lo primero que se necesita para armar un país, una nación.

Durante mucho tiempo he sido consciente de las consecuencias sociales de que buena parte de las personas cimenten su identidad sobre la base de constructos políticos derivados del nacionalismo y el patriotismo más rancio. Un aprendizaje que, al menos en su parte más teórica, he armado con materiales muy diversos. Por un lado, toda la literatura clásica del anarquismo. Por otro, el conocimiento reflexivo que, en relación al tema, aporta el estudio de la historia y la antropología social. Teniendo en cuenta esto, ese cuestionamiento de la naturaleza social de nuestra subjetividad nacionalista, unido a la interiorización de los valores del internacionalismo y la identidad de clase, siempre me han hecho alejarme de todo lo que, de cerca o de lejos, tuviera que ver con el nacionalismo político. Por eso mismo —entiendo— llevo años dando de lado a muchos problemas que, en la medida en que han interpelado a otros sectores políticos, más o menos nacionalistas, han dejado de interesarme a mí.

Sé que todo lo anterior quizá sea demasiado reduccionista, pero, si lo pienso en frío, creo que apenas si he echado mano de una parte mínima del utillaje político que pone a disposición la tradición libertaria para hacer frente a los problemas que nos rodean. Efectivamente, ha pasado mucho tiempo hasta darme cuenta de que mi pequeño anarquismo ha ignorado la cuestión del territorio porque siempre quise tener lejos el barro de las contradicciones. Y eso que la cuestión geográfica no ha sido ajena al pensamiento libertario… Ahí están las obras de Reclús, Kropotkin y Perron, entre otros, para demostrarlo.

Después de mucho tiempo replanteándome conceptos y prácticas políticas, tengo la sensación de que al fin he logrado desencajar el escenario del conflicto social. Ese escenario sigue siendo la fábrica, el taller, la oficina, el tajo, el espacio donde desarrollamos nuestro trabajo, el punto exacto del sistema donde contribuimos al enriquecimiento de la minoría social, aquella que tiene la sartén por el mango y apuntala sus privilegios gracias al manejo del aparato del Estado. Ese escenario sigue estando ahí, pero ahora entiendo, al fin, que la dominación también se halla en otros puntos del territorio: en el agua que bebemos, en la comida que comemos, en el aire que respiramos, en el techo que nos cobija, en las calles de las ciudades y pueblos donde vivimos la mayoría; en nuestros propios cuerpos.

Como decía antes, reconozco que durante mucho tiempo no he sabido reconocer las herramientas que el utillaje político del anarquismo me ofrecía para enfrentar esa esfera de la dominación, la que el capitalismo ejerce para poner la vida, el medio ambiente, al servicio de sus intereses. Yo reconozco que, a día de hoy, ese anarquismo de miras estrechas se lleva pegado a la piel porque, en buena medida, hemos madurado políticamente a través de sus lecciones, siempre cortoplacistas, siempre identitarias y tribales, siempre insuficientes. Hemos crecido proclamando la urgencia de algunos debates, fútiles e intrascendentes buena parte de ellos, mientras el mundo se iba por el desagüe. Nos hemos entretenido en la política pequeña cuando, sin nosotros y nosotras, contados grupos de valientes ponían pie en pared en los puntos donde la urdimbre del sistema-mundo se descosía. Pequeños grupos de valientes donde, ¡ojo!, también había anarquistas.

Llegados a este punto, pienso que ha sido la herencia de esa mirada reduccionista, tan estrecha, la que ha limitado mis posibilidades de entender las posibles amenazas a la vida que se dan en el territorio donde habito; un legado indeseable que no solo merma mi capacidad de hacer preguntas, sino que dificulta mis posibilidades de empatizar con las comunidades políticas que enfrentan la depredación voraz del capitalismo desde el movimiento ecologista. Y es ahí, justamente en esa falta de entendimiento y sensibilidad donde se cifra, pienso, buena parte de los problemas ligados a la destrucción del territorio. Sensibilidad para dejarse conmover por el miedo a la destrucción de nuestro entorno. Sensibilidad para sentir el dolor por lo común perdido. Sensibilidad, también, para pasar a la acción desde un sentido de la responsabilidad que, en palabras de Jorge Riechman, nace de la necesidad íntima de hacerse cargo de las cosas; una responsabilidad que alude al cuidado del tejido interdependiente de la vida.

Dicho esto, no hay aprendizaje que llegue tarde y pienso que somos muchos quienes sentimos la necesidad de dejar de errar el tiro, contribuyendo, aun sabiendo lo modesto de nuestros esfuerzos, a posicionar debates y tareas políticas que entendemos como impostergables. El papel que ha de jugar el movimiento libertario en la defensa del territorio es uno de ellos.

Se nos echa el tiempo encima y, antes que nada, es necesario cambiar la dirección del mundo para garantizar el sostenimiento de las condiciones ecológicas que permitan la reproducción de la vida humana sobre la tierra. Una vez que nos encontramos en este punto de no retorno, es el reloj de arena quien avisa de la inoperancia de las medidas reformistas que, de una manera u otra, pretenden conciliar la defensa de la vida con la reproducción perpetua del sistema capitalista. Un sistema criminal, desquiciado y ecocida que, mientras nos mantiene aislados y perdidos en el reflejo de las pantallas, socaba a diario nuestras posibilidades de supervivencia, arruinando nuestro futuro como especie y aniquilando miles de formas de vida en esa carrera ciega.

Teniendo en cuenta lo anterior, es la perentoria necesidad de una transformación de carácter revolucionario la que debe conminarnos en nuestro día a día a sentar las bases que la hagan posible, interrelacionando las luchas en defensa de la vida y favoreciendo la articulación de comunidades en lucha que, mientras enfrenten las políticas depredadoras del capitalismo, abran espacios de autogestión donde poner en práctica nuestras capacidades políticas, valorizando las estructuras de gobernanza horizontal y poniendo en marcha nuevas formas de inteligencia colectiva que impugnen la delegación permanente y los sistemas de representación cimentados sobre la base de los partidos políticos.

En un contexto como el actual, cuando el miedo y la incertidumbre crecen como una mancha de aceite por debajo del tejido social, el movimiento anarquista tiene herramientas de sobra con las que contribuir a la lucha contra la destrucción del mundo. Porque amamos el bien y la belleza, porque celebramos la vida y el regalo de la existencia, no podemos eludir la lucha por el territorio. Nos va la vida en ello.

- Artículo publicado en TxH.

viernes, 1 de noviembre de 2024

Cartas a Sergi (I)

Hola Sergi.

Nos dijiste que cuando acabáramos tu libro, te escribiéramos una carta y es lo que voy a hacer. Pero de otra manera. A mí manera. Escribiéndola aquí, en mi blog. Y esta será la primera de todas.

No sé muy bien cómo empezar. Tengo muchas notas e ideas en la cabeza, pero me resulta complicado sintetizar en unos cuántos párrafos todo lo que he sacado en claro tras leer tu ensayo. Aunque en realidad, no he encontrado muchas respuestas. Y eso está bien, no te preocupes. Está bien porque lo que sí que he hallado han sido muchas preguntas, algunas incómodas, que no solo me interpelan a mí. Preguntas que tienen que ver con nuestra manera de habitar el mundo.

Pero hoy no quiero detenerme en eso. No voy a hablar de cómo me relaciono con el teléfono móvil o de cómo me afecta la comunicación por redes sociales; tampoco me apetece contarte cómo padezco la sensación de que todo se acelera y que me falta tiempo... De momento, lo dejaré para otras cartas.

Hoy prefiero hablarte de otra cosa. Te hablaré de mi paseo por el campo. Hoy es 1 de noviembre y echo de menos a mi padre. Mi madre ha limpiado su tumba. Yo y mis hermanas le hemos comprado un ramo de flores. Las tres han rezado frente a su lápida... Sin embargo, yo estoy lejos. Estoy lejos cuando lo echo de menos. Estoy lejos cuando salgo de casa buscando paz. También cuando el teléfono suena, aflojo el paso y Araceli me habla por una ventana que cabe en la palma de mi mano.

Esta tarde ha hecho buen tiempo. A medio camino, cerca del bosque de pinos, he oído el sonido de las garzas. He tenido la suerte de verlas pasar. Como siempre que las veo, he sentido como mi cuerpo se inunda de esperanza. Es difícil explicarlo. 

Poco después, cerca de un charco, he visto en el suelo una chaqueta de lana oscura. Manchada de barro, en sus pliegues, destellante bajo el sol, un enjambre de mariquitas como un río de sangre. Con la piel erizada, he sentido algo a medio camino entre la repulsión y el pasmo.

Luego he atravesado el llano. A la orilla del camino, a uno y otro lado, la tierra calma, lista para otro ciclo de cultivo. Hace unos días escribí un poema sobre este paisaje. «Todo puede comenzar de nuevo»; así terminaba.

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«Cartas a Sergi» es una serie de entradas escritas tras la lectura de Ayuno digital, de Sergi Onorato Esteve (Descontrol. Barcelona: 2023), y publicadas originalmente en La Banda de los 4.

sábado, 31 de agosto de 2024

Manos de arena

i

El personaje se mira las manos. Lleva mucho tiempo sin escribir y ni siquiera sabe por qué se sienta de nuevo frente al teclado. Sabe que tiene cosas que decir, pero, con tanto ruido, cada vez le incomoda menos el silencio, la invisibilidad, el tranquilo correr del tiempo de la rutina... Pero ahí está de nuevo, con las manos sobre las teclas, con el cuaderno de notas sin estrenar y lejos de la presión de antaño.

No se trata, se dice, de cumplir aspiraciones. Tampoco de trascender. De la playa se ha traído una piedra blanca y la imagen de sus huellas en la arena, desapareciendo, trazando un rastro efímero. Precisamente, durante uno de esos paseos ha pensado en que, frente al deseo de trascender, siente la necesidad de hacer cosas con significación. Tal vez por eso se ha sentado frente al teclado; porque quiere llenar de sentido el tiempo. Porque desea escapar del brillo errático de las pantallas. Porque ha comenzado a darle valor al tacto.

ii

El personaje, ahora, se toca las manos. Son manos jóvenes, de piel oscura y dedos pequeños. Con esas manos, piensa, puede escribir historias, cuidar del jardín, acariciar a su mujer, darle la vuelta al reloj de arena... Con esas manos puede envejecer. Y ese poder es el único que le interesa.

Por la ventana abierta se cuela el ruido del vecindario. Se escuchan risas, el griterío de un grupo de niños jugando al fútbol, la conversación cómplice de dos mujeres jóvenes, una botella que se descorcha, una televisión que se enciende, un vaso roto, un portazo... El personaje escribe algo relacionado con el valor de la observación. Esconde ese mensaje en un pequeño cuento sobre un adolescente al que le cuesta dormir y que sólo concilia el sueño si rememora con detalle qué ha hecho durante el día; una historia sencilla, con un principio torpe y un final abierto, inesperado, que acaba de un tirón y no corrige.

iii 

El personaje sabe que todas esas ficciones no irán a ningún lado. No serán leídas. No le robarán el descanso a nadie. Con media sonrisa, cierra el documento de texto, apaga el portátil, guarda el cuaderno de notas, que sigue en blanco, en un cajón. Saborea, una vez más, esa sensación placentera, cálida, de reposo y tranquilidad, que desde hace algunos meses le sorprende cada vez que hace algo sin esperar un resultado inmediato. Luego sale al balcón, abre una silla y observa cómo se hace de noche mientras se toma una cerveza. El cielo se ha cubierto de nubes. La presentadora del tiempo ha dicho que a las cuatro de la mañana empezará a llover.

sábado, 13 de julio de 2024

Eva Justin o la antropología del mal (II)

  Eva Justin [Loli Tsechei] en un campamento romaní de Austria

 «Temo que Auschwitz solo esté durmiendo»

Ceija Stojka

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Sonriente, perfumada, bien vestida. Zapatos limpios y piel blanca. Así, con esa pinta intachable, siempre cargada de regalos fruslerías para las mujeres, caramelos para los niños—, se presentaba Eva Justin en los campamentos gitanos de Austria. Pero su nombre, cuenta Ceija Stojka en Esto ha pasado, no era ese. O al menos no era el nombre por el que se la conocía. Porque la llamaban Loli Tsechei.

La mujer de los dos nombres lograba hacerse amiga de las mujeres del campamento. Les llenaba la cabeza de palabras que no conocían y les pedía favores. Que le respondieran a unas preguntas. Que le mostraran las manos. Que le dejaran ver cuál era el color de sus ojos. Que se cortaran un mechón de pelo. Que les dejara medirles algunas partes del cuerpo.

Si hubo sospecha detrás de aquellas peticiones, jamás lo sabremos a ciencia cierta. Lo que sí sabemos es que los gitanos tenían miedo. Desde 1938, tras la anexión de Austria por parte de la Alemania nazi, la población romaní fue obligada a concentrarse en varias zonas determinadas por las autoridades; campos rodeados por alambradas bajo vigilancia policial. Del campo solo salía y entraba a su antojo una mujer paya: Eva Justin.

ii

Nuestro personaje, el investigador español que vive en Berlín, sigue sin blanca y pasa frío en una pequeña habitación del extrarradio de la capital germana. También teme la noche. Cada día le asedia la misma pesadilla: su madre le llama al teléfono y él no se lo coje; luego la ve acercando una silla a la ventana, subiéndose a ella, mirando el abismo, saltando sin pensarlo mucho... Es lo que quiere olvidar. 

Esa mañana repasa algunas notas de lectura. Quiere saber cuál fue la secuencia exacta. Cómo Eva Justin se ganó la confianza de las gitanas. Cómo realizó sus ejercicios antropométricos. Cómo elaboró una teoría racial en base a ellos. Cómo su trabajo, pretendidamente científico, justifico la persecución, arresto y posterior asesinato de miles de gitanos, incluidos niños y niñas. 

Cerca de medio día, escucha un ruido fuera, en la calle, y sube la persiana. Un grupo de jóvenes de Alternative für Deutschland, acompañados de un furgón con megafonía, anuncian para esa noche la celebración de un mitin electoral. Nuestro personaje cierra la ventana y retoma el trabajo, aunque le resulta difícil volver a concentrarse. Y si Auschwitz solo estuviera durmiendo, murmura para sí.

iii

Eva Justin saca un caramelo del bolsillo, se lo entrega a un niño. Luego pide una silla, le dice a la madre del niño que se siente en ella. Saca entonces un aparato extraño y le mide la nariz, le mide las orejas, le mide la distancia entre los ojos, le mide la frente, le mide otras partes de la cabeza. Cuando guarda sus instrumentos, lo apunta todo en una pequeña libreta negra y vuelve a su casa. Con todas esas notas, escribe un cuento. Es un cuento de terror. La historia que cuentan los policías de la Gestapo para arrestar a los gitanos, para llevarlos a los campos, para esclavizarlos, para matarlos en las cámaras de gas. 

Ceija Stojka se libró por poco.