«Eres mi carne, mi vida y mi cerebro». Eso es lo que le escribe Joaquín Sorolla a su mujer en una carta. La materialidad de su amor, su corporalidad, se aprecia también en la foto de arriba. Son viejos, pero el puente que conecta sus vidas —de amantes, amigos y compañeros— se mantiene intacto, a salvo de la carcoma. Escribo en presente como una forma de homenaje.
En todo este tiempo, desde que iniciaron su relación, en 1897, hasta el momento de la fotografía, poco antes de la muerte del pintor, Clotilde ha hecho todo lo posible por hacer de Joaquín Sorolla un reputado artista, de trayectoria consagrada y bien retribuido, cuyo prestigio alcanzará dimensión internacional tras finalizar el encargo de la Hispanic Society de Nueva York.
La cartas que se cruzan en los largos periodos de tiempo en los que el pintor está fuera de casa, dan cuenta de la viveza de su relación. Una larga historia de amor que, como todas, no está exenta de problemas, incluidos los reproches mutuos, pero que al cabo se levanta como un muro infranqueable contra la falta de sentido y las distintas formas de padecimiento que planean sobre la vida humana.
En la foto, cada uno gira la cabeza para un lado distinto. Tchaikovsky, que ni siquiera sonríe, es el único que mira a la cámara. A pesar del libro en la mano, su expresión es contenida y seria, como si quisiera marcharse del estudio cuanto antes. Antonina se muestra más relajada, pero su trémula sonrisa pareciera delatar su miedo. El miedo a no ser amada. El miedo a perder la vida persiguiendo a un genio que de puertas para adentro es un déspota, un pusilánime y un interesado.
Me dejo llevar por la versión de La mujer de Tchaikovsky (Kirill Serebrennikov, 2022) y me acabo preguntando hasta qué punto pasarte la vida ocultando tu condición sexual, te da derecho a pisotear la vida de otra persona. Imagino el dolor, atragantando el día a día de Antonina Miliukova, mujer brillante y al final desesperada, que pasó veinte años en el manicomio y murió poco después de que los revolucionarios rusos hicieran abdicar al zar.
Escucho el Concierto para piano y orquesta número 1 del compositor ruso mientras escribo este post y la verdad es que ya no me suena igual. Es una sensación física. Cierro los ojos. De mis oídos se escurren dos gotas de sangre.
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