i
«Entonces escuchas esas palabras que Bob Kaufman le dijo a su editor poco antes de morir: "Quiero ser anónimo, mi ambición es ser completamente olvidado"». Leo esto en Metafísica del aperitivo, de Stéphan Lévy-Kuentz, un libro aburrido que, al menos para mí, sólo se salva por las citas de otros autores que va incorporando en el texto a cada tanto. Y vuelvo a darle vueltas a todo lo que hay asociado al deseo de posteridad.
ii
Pienso en qué hay detrás de ese deseo de permanencia... Y me pregunto cuánto ego se oculta detrás del ánimo de perdurar tras nuestra muerte. Un anhelo de inmortalidad que quizá tenga que ver con la pulsión de muchos escritores que metieron la cabeza bajo tierra y se dedicaron durante toda su vida a poner en pie una obra literaria que les sobreviviera. Un esfuerzo, casi siempre ingrato que, además, no suele obtener premio; porque hablamos, en la mayoría de los casos, de vidas malgastadas por el afán suicida de pasar a la historia.
iii
Suelo ir casi todos los veranos a la playa y siempre acabo reparando en la belleza de las huellas al desvanecerse en la arena tras la batida del mar. La belleza de lo que desaparece sin dejar rastro... La belleza de quien camina sin darse la vuelta nunca, sin pensar qué hay más allá de la siguiente curva. Quizá de esa idea nazca el principio de responsabilidad, no de la contraria. Reconciliémonos con el vilipendiado presentismo. Si somos conscientes de la magnitud del regalo que conlleva la existencia, se me antoja complicado perderle la cara al compromiso con el presente; un compromiso que, pienso, resulta incompatible, no con la idea de trascendencia, sino con el egoísmo del que parte el anhelo de que nuestras creaciones no se acaben convirtiendo en polvo.
iv
Eso precisamente: la huella que desaparece bajo el abrazo inmisericorde del oleaje; su indeleble impronta.
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