domingo, 7 de noviembre de 2021

Deporte y mercantilización: una breve historia del proceso

 

Os dejó por aquí el breve artículo que publiqué en el número 3 de la revista L´Illa Negra. Revista d´Història Social, que edita Calumnia Edicions.

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Rastrear los orígenes de los procesos de mercantilización del deporte moderno, conlleva zambullirse, como poco, en la historia contemporánea de la Europa occidental, pues sería difícil explicar las transformaciones sociales que favorecieron que las competiciones deportivas se convirtieran en un producto de consumo más sin comprender previamente cómo se inserta el deporte en la sociedad nacida al calor de la Revolución Industrial.

No obstante, y teniendo en cuenta el espacio del que disponemos, aquí nos centraremos en la historia del deporte y las competiciones deportivas que arranca a principios del siglo XX, cuando las distintas disciplinas deportivas modernas, muchas de ellas provenientes de Gran Bretaña, empiezan a socializarse con éxito desigual en las sociedades occidentales y el colonialismo contemporáneo, ligado a la demanda de materias primas y nuevos mercados del industrialismo, logra implantarlas en otras sociedades alejadas de Europa al mismo tiempo que transforma, y en muchos casos marginaliza, las culturas locales.

Junto a lo anterior, durante las últimas décadas del siglo XIX y las primeras del XX asistiremos, además, a un proceso paralelo a la consolidación del deporte moderno en las sociedades occidentales, nos referimos a la paulatina recuperación por parte del movimiento obrero del deporte como una arena política en la que también intervenir, favoreciendo la creación de multitud de iniciativas vinculadas al mundo deportivo (equipos, competiciones, periódicos, clubes…) que enraizarán en la contracultura proletaria de la época, sirviendo como espacios de socialización autónomos implantados en el territorio que, por un lado, se plantearán como alternativas de ocio sano para la clase obrera y, por otro, pondrán encima de la mesa la viabilidad de un modelo deportivo donde los valores cenitales de la cultura revolucionaria copen su práctica: cooperación, igualdad, autoconsciencia, salubridad, potencial emancipatorio…

Este modelo alternativo al hegemónico, que no es otro que el heredado de sus orígenes burgueses, no se puso en práctica sin las reticencias de amplios sectores militantes de las organizaciones obreras que veían en el deporte, ya fuera proletario o no, una distracción que alejaba a los trabajadores de la preparación de la revolución, entonteciéndolos y disgregando sus propios vínculos. Estas agrias polémicas, muchas de ellas explicitadas en la prensa obrera, tuvieron lugar precisamente en un momento en el que algunas competiciones deportivas empezaron a tener un seguimiento masivo gracias, entre otros factores, al impulso facilitado por la prensa, la consolidación de normativas unificadoras, la creación de las federaciones deportivas internacionales y, todo hay que decirlo, la profesionalización de su práctica.

Paradójicamente, los debates entre amateurismo y profesionalismo de estos años están atravesados también por la cuestión de clase. Volviendo a los orígenes del tema, solo hay que aproximarse al proceso que acabó por separar al rugby del fútbol para entender cómo el antagonismo de clase ha recorrido la historia del deporte desde sus comienzos.

Por otro lado, será durante las primeras décadas del siglo XX, justo en el periodo en el que el deporte se convierte en un fenómeno social de masas, cuando la práctica deportiva se empezará a separar progresivamente de su consumo como espectáculo. De esta forma, y en la medida en que las identidades deportivas se empezarán a socializar de forma exitosa a través de la multiplicación de clubes y la amplificación del seguimiento de las competiciones deportivas gracias, entre otros factores, al papel desempeñado por los medios de comunicación, las empresas irán jugando un papel distinto al que habían desempeñado en el deporte hasta entonces. En ese sentido, el tejido de clubes y equipos deportivos directamente vinculado a la política social de las empresas desde finales del XIX y que, en buena medida, servía para disciplinar a las plantillas de trabajadores a través de un ocio derivado de los intereses patronales, fue transformándose conforme el deporte se espectacularizaba y la masa social que daba soporte a los clubes deportivos y, sobre todo, a las identidades asociadas a los mismos, se volvía cada vez más interclasista.   

Pero sería sobre todo después de la II Guerra Mundial, coincidiendo con los cambios en las economías de las sociedades occidentales tras el periodo de reconstrucción, cuando la masificación del uso de la radio y la televisión arroparon el despegue de los grandes eventos deportivos, las competiciones internacionales y el seguimiento continuado de los torneos anuales, como las ligas futbolísticas. Es en este contexto, cuando las iniciativas deportivas patrocinadas por el movimiento obrero se encuentran en franca decadencia, cuando las clases populares empiezan a consumir deporte de manera masiva y, al mismo tiempo, la mercadotecnia de los grandes marcas multiplica sus patrocinios deportivos, asociando su imagen a la de los grandes deportistas y condicionando la carrera profesional de un amplio sector de trabajadores y trabajadoras cuyos itinerarios vitales empiezan a depender, ya no solo de la esponsorización de las empresas, sino de la popularidad y espectacularidad de sus disciplinas deportivas.   

A partir de ahí, la ligazón entre el mundo del deporte y el marketing empresarial no hizo sino ir en aumento. Desde los años sesenta en adelante, de manera paralela a la consolidación de la economía de servicios que está en la base de la sociedad postindustrial, el deporte empezó a jugar un papel nada despreciable en la circulación de bienes de consumo debido, sobre todo, a su enorme popularidad, capacidad de movilización social y supuesta neutralidad política. Es precisamente sobre esta realidad, cuando empiezan a delimitarse, aun de manera difusa, las respectivas esferas del deporte de base y de competición, y cuando se establezcan las relaciones asimétricas entre ambas. Así, será la dependencia del deporte de base con respecto al segundo la que acabe por favorecer, sobre todo a nivel de seguimiento y participación, un modelo deportivo en el que se privilegia el deporte como fenómeno social de consumo de masas, destinado a la práctica competitiva profesional, y en el que a la ingente participación del capital privado hay que sumarle el patrocinio público, que en no pocas ocasiones ha acudido al rescate de clubes deportivos en quiebra o dejados a su suerte por empresarios que han aterrizado en proyectos deportivos por mero afán de lucro o necesidad de capital simbólico.

Llegados a este punto, nos encontramos con un panorama en el que, junto al esfuerzo diario y continuado de pequeñas iniciativas populares que, de alguna manera o de otra, pretenden resistir a esta tendencia, asistimos a una dinámica social en la que se hace cada vez más evidente la socialización de un bienestarismo individualista que poco tiene que ver con la salud y mucho con la presión estética normalizadora, y que está en la base de la multiplicación de los gimnasios y en la explosión del running durante los últimos años.

No es casual que, junto a lo anterior, y como nos cuenta Luis de la Cruz en Contra elrunning. Corriendo hasta morir en la ciudad postindustrial (Piedra Papel Libros, 2016), «el número de licencias de deportes individuales no ha parado de crecer en los últimos años, en un correlato perfecto con el triunfo del hiperindividualismo de la sociedad individual». A lo que hemos de sumar la crisis permanente del deporte de base, con miles de pequeños equipos e iniciativas deportivas, muchas de ellas de carácter barrial o municipal, que permanecen en la cuerda floja por falta de apoyo e implicación social y popular. Una realidad de abandono y desafección a la que contribuyen muchos factores, pero en la que tiene un papel destacado la falta de una cultura deportiva con capacidad para autogestionar sus propios proyectos y que se piense de manera autónoma al papel que pueda jugar como cantera de futuros profesionales para el deporte de competición.

Por suerte, hay muchos proyectos e iniciativas que nos sirven para ejemplificar cómo es posible levantar un modelo deportivo diferente, enfrentado a los valores del capitalismo de consumo, que nos sirva para, también en este ámbito, transformar la sociedad en favor de los intereses de la mayoría. Lo explicábamos con mayor detenimiento en los últimos dos párrafos de Correr sin marca. Deporte, lucha, solidaridad (Piedra Papel Libros, 2018):

 Sin embargo, la aceptación acrítica y mayoritaria de este proceso de mercantilización del deporte, ligado inevitablemente a su progresiva espectacularización, no ha impedido que, por un lado, haya una masa crítica de aficionados y deportistas […] cada vez más concienciados de la necesidad de dotarnos de una estructura deportiva desapegada de las iniciativas propiciadas por las grandes empresas y, por otro, cada vez sea más tupida la red de medios de comunicación, asociaciones deportivas, torneos, ligas cooperativas, clubes de accionariado popular y carreras autogestionadas que están favoreciendo la consolidación (y socialización cada vez más amplia) de un discurso crítico con respecto al modelo deportivo favorecido por el capitalismo; lo que, al cabo, nos permite constatar que es posible organizarse frente al estado de las cosas y su pretendida inevitabilidad.

Aun en su diversidad, sus niveles de seguimiento y su escasa visibilidad, las distintas iniciativas a las que venimos aludiendo en estas páginas han logrado introducir una cuña en el mundo del deporte a través de la cual socializar otros valores (más justos, inclusivos, solidarios y rebeldes) y favorecer otras maneras de hacer (menos jerárquicas, más cooperativas, democráticas y horizontales); algo imprescindible para establecer vínculos que favorezcan la creación de identidades colectivas desobedientes que nos permitan articular una cultura deportiva antagonista a la hegemónica.    

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