Hace mucho tiempo tuve un sueño recurrente maravilloso. Iba por el cielo en mi cama; esta quedaba protegida por una especie de bola de cristal que me aislaba de las inclemencias del tiempo y me permitía volar seguro por el cielo. Incluso podía meterme con ella dentro del mar y contemplar las profundidades. Aún sigue siendo delicioso recordar las sensaciones que tuve cuando, siendo un adolescente, despertaba después de haber tenido aquel sueño fascinante que, en cierta forma, me recordaba a las novelas de Julio Verne que leía por entonces.
En el verano de este año horrible, donde las malas noticias se multiplican y voy con la lengua fuera intentando llegar a todo, he vuelto a los clásicos para intentar aislarme y encontrar un poco de paz. He leído una novela increíble que tenía pendiente, el Frankenstein de Mary Shelley, y hace unos días acabé Cinco semanas en globo, de Julio Verne.
El libro de Verne lo compré hace mil años en una de las mejores librerías de viejo que conozco, la librería Mimo de Jaén. Por entonces acababa de leer Viaje al centro de la tierra y 20.000 leguas de viaje submarino, los dos títulos que, al menos hasta ahora, más me han gustado del escritor francés. Era una época en la que leía a Verne en clave libertaria, quizás influenciado por algunas biografías sesgadas que pasaban por alto parte de su obra. De hecho, Cinco semanas en globo, la primera novela de éxito de Verne, es un viaje en toda regla al epicentro del pensamiento colonialista europeo.
Ahora leo París en el siglo XX, también de Verne, una distopía que escribió justo después de Cinco semanas en globo y que fue rechazada por su editor. La novela fue encontrada a mediados de los noventa y yo supe de ella a través de El lenguaje secuestrado, de Antonio Orihuela, un ensayo que publicamos en Piedra Papel Libros. Ya os contaré.
Era mí autor favorito de la infancia-adolescencia. Me gustaría volver a leerlo.
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