Roberto Bolaño en su estudio de la calle Tallers (Barcelona, 1979) |
Hace poco hablaba con un amigo sobre las ventajas de releer a Bolaño en un contexto como el actual, de reflujo de la marea mediática a la que, todo hay que decirlo, casi todo el mundo ha contribuido, aunque sea de manera desigual. Un buen momento, digo, para volver a su obra sin la carga del relato paralelo de los suplementos culturales que, bajo mi punto de vista, tanto ha condicionado la lectura de una obra exigente, inopinadamente ardua para muchos lectores que se acercaron a ella tras sucumbir primero a la mitología generada en torno al autor.
Obviaré los cambios de opinión inesperados, los artículos risibles de aquellos opinólogos que hoy detestan su narrativa, cuando solo hace unos meses, en la cresta de la ola del espectáculo Bolaño, se partían la camisa por los libros del chileno, defendiendo su candidatura al estrellato de la sempiterna popularidad. Más allá de esto, decía, ahora se puede leer a Bolaño sin tener la necesidad de confrontar nada, volviendo al secreto, redescubriendo a un escritor cuya biografía ha de pesar tan poco como la de todo artista inteligente, que se sabe extraño al devenir de su obra.
Precisamente por ello, ahora, cuando ha quedado lejos la etapa de los fastos, podemos habitar las ruinas de su literatura, popularmente sobredimensionada, deformada sin piedad por el cotorreo de los publicistas; un legado literario que, sin embargo, sigue manteniendo intacto el nervio de su autenticidad. Ahora es cuando podemos regresar a Bolaño para, sin animo de distinción, resituar su obra en la historia de la literatura contemporánea, más allá del espantajo de las listas de ventas, su posicionamiento en los buscadores de noticias o las regalías que genera la gestión de su cadáver.
En definitiva, ha llegado el momento de volver a permitirnos un lujo ciertamente inesperado con respecto a su obra: el de asomarnos a ella sin esperar absolutamente nada. Yo, al menos, voy a intentarlo.
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