A cada tanto, escribir implica confrontarse con la idea contraria. Imaginar el mutismo absoluto trae aparejado sensaciones ambivalentes. Es como si uno se dejara de una vez en paz. Sin embargo, no escribir, o escribir poco, a ratos sueltos, conlleva desligarse de una especie de autoimagen residual, un tanto benévola, que quizá tenga que ver con el concepto del oficio construido socialmente a través del cine, la televisión y la propia literatura.
No obstante, pensarse en la escritura lleva aparejado asumir, también, cierta idea de fracaso que tiene que ver, antes que nada, con la manera en la que interiorizamos los discursos más prosaicos y enajenantes a propósito del éxito, pero también con la incapacidad para contar lo que queremos contar. Una incapacidad que, por otro lado, dice tanto de nosotros como aquello que escribimos y que, acaso bien leída, puede entenderse como una narración secreta, un cuento redundante y misterioso donde el escritor que no somos aparece retratado como un estúpido, un vago o, en el mejor de los casos, un diletante más.
Por el contrario, pensarse en el mutismo, imaginar una vida fuera de la pulsión por narrar lo que se quiere, implica aceptarse en la miseria de una realidad estrecha, muchas veces despreciable, donde no hay sitio para el aprendizaje o la creatividad, ya sea individual o colectiva. Precisamente por ello, abandonar la escritura, callar sin remisión y de forma definitiva, solo puede hacerse desde una posición de fuerza: la del que ya no necesita fabular para contener la náusea.
Sigue siendo vital fabular eh?
ResponderEliminarYo creo que sí.
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