Sigo los pasos del viejo elefante enfermo. Quisiera llegar a conocer la raíz de su abandono. A Georges Palante no le bastó con ser el niño enfermizo y raro, el joven meditabundo y afectado del que solo se podía sospechar; a Georges Palante no le bastó con esa maldita enfermedad, la acromegalia, que le hizo convertirse en el viejo elefante enfermo; no le bastó con ser objeto de mofa durante toda su vida... Tuvo, además -y esto lo dice Onfray-, que elegir el camino del descalabro. Alcohol, relaciones atormentadas, vida prostibularia, intransigente soledad... Y de postre, un duelo (o al menos su posibilidad). Pistola o espada, qué más daba, lo hubiera perdido igualmente.
Y sin embargo, aquí estamos, cien años después de que los lameculos de Durkheim le vetaran el acceso a la universidad, aquí estamos -decía- hablando de él como si no se hubiera pegado un tiro, como si todavía siguiera viviendo esa vida (en pie) que ahora le explica. Hace falta mucho más que un destino torcido para vivir con la apostura con que lo hizo Palante. Quizá sea algo cercano al coraje, tal vez algo más turbio y mucho menos literaturizable... No sé; al fin y al cabo, llegué hasta aquí para saberlo.
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