Estoy aquí con los que lloraron
arena en los campos, los que fueron ceniza,
los que siguieron viajando como fuga sin sentido
Ángel CRESPO
Te veo por el hueco de la
historia. He recorrido el sendero mirándote la espalda. Fatigado y en
cuclillas, dibujas en el polvo un símbolo que nadie entiende. Luego escupes… Lisa
te recuerda que tenemos que seguir. Toses con fuerza y te acabas reincorporando. Sobre
las piedras, hay un reguero de gotas de sangre. A lo lejos, ya se ve la bahía de
Portbou. Yo me contengo.
Citaste a Kafka en la última
hora. Dijiste que todavía quedaba esperanza para los demás… Para vosotros, sin embargo, no.
Para vosotros barro en la boca y cal en la tumba. Que nadie les recuerde,
dijeron. Pero yo digo contigo; yo digo con Arendt, digo con Crespo, digo con L. Son pequeñas nuestras palabras, claro, pero aquí están.
Nadie contaba con ellas. Dos jóvenes perdidos en las tripas de la historia
perra, siguiendo tus pasos de explorador insomne, diciendo contigo que más vale
claudicar en un juego en el que uno marca sus reglas que inclinar la cerviz
ante el jefe de los sepultureros.
Al llegar a la estación, me doy
cuenta de todo. Huías de una muerte segura y encontraste otra muerte nueva, tu
as bajo la manga. Jamás oveja, tras el click de los pestillos la morfina
resplandece en tu viejo maletín de piel. Ahí está el lago… No te hacen falta piedras en
los bolsillos para poder hundirte. Llevas el peso de tu pueblo encima, llevas
el peso de tu condición errante e inconforme, llevas el peso ―tú como nosotros, Walter― del miedo a la vida confundida entre las órdenes de un kapo. La escena
durará muy poco.
Yo miro la ventana. L y yo
plantados frente a ella. Algunos veraneantes nos observan de reojo sin comprender muy bien
qué hacemos. Siempre sobrevuela una especie de sospecha basta, poco disimulada. A nosotros nos da igual. Alzamos la vista,
ausentes, sin saber ni tan siquiera cuáles son nuestras preguntas. No me importa
demasiado saber qué pasó detrás de esas cortinas. A pesar de ello, barrunto la respuesta desde mi
propia habitación, ya en el hostal. Llueve ligeramente y en la playa no hay nadie. «Deja la
puerta abierta». «Te espero abajo». «Yo me quedo un rato; he visto un rastro al
salir a pasear por la ruta de las líneas rojas». Por la noche las palabras se me antojarán mucho más limpias.
Perro comunista judío. Tirado
como escombro en la orilla del cauce. Te imagino recorriendo el viejo sendero de los contrabandistas. A lo lejos, yo también veo la bahía de Portbou. Me echo
mano a la nariz. Miro mis dedos manchados de sangre. Sé de dónde han venido los
golpes. Conoces también cuál es el precio de refugiarse en la trinchera del
pensamiento. De repente, miras a tu lado y te ves solo, bajo el fuego de
artillería y atrapado en una niebla tan densa que apenas puedes andar dos pasos
con seguridad. Recitas de memoria Vigilia, ese poema de Ungaretti que llevas tatuado en la lengua como un bendito talismán contra el espanto. Después, todo es distinto.
Perro comunista judío. Voy a
entregarme contigo en la estación de tren, yo también voy a enseñar mis credenciales
al policía malcarado que nos ha visto salir como fantasmas del túnel que
atraviesa la montaña. Quizá con suerte ahora tengamos un final distinto. En
todo caso, tampoco tengo miedo a quitar esos pestillos. Resplandece en la
distancia el gesto. Le entrego finalmente el pasaporte. A ti te han detenido. A
mí me dicen que se me permite pasar si olvido lo que ha de venir entonces. Justo en ese momento, me miras ―un guardia civil te tiene cogido
del brazo― esperando la
respuesta; mi respuesta. Pero yo callo. Ignoras que me llevará toda una vida redimir ese
silencio infame.
Hace frío en la playa. Me tiro al
agua para nadar hasta agotarme. No hay nadie en la arena y se está haciendo de noche. L tampoco está. Yo también siento ese peso... Pero cuánto pesa el
peso que llevo encima. Pero cuánto pesa el peso que llevo encima. Pero cuánto
pesa el peso que llevo encima.
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