Escogí este camino de saberme
perdido para siempre en el infierno.
Todavía los cortes no han sanado
y ya estoy deseando otra pelea.
perdido para siempre en el infierno.
Todavía los cortes no han sanado
y ya estoy deseando otra pelea.
AZAD DAULATI
Que vivimos en una sociedad de enfermos es algo que,
a poco que apaguemos el televisor y miremos a nuestro lado, se nos
muestra de manera tan evidente que de nada valen los fastos con los que pretende ocultar su decadencia el régimen. Huele a cieno bajo la pelliza
del marqués.
La enfermedad mental, en alguna de sus formas obviamente, se incluye a día de hoy en el currículum existencial
del más pintado; de hecho, y si aún no hemos caído en el saco, todos
conocemos a personas muy cercanas que a lo largo de su vida han sufrido
algún tipo de trastorno de esta clase.
Por otro lado, desde hace años asistimos a un proceso imparable en el que cualquier conducta que trascienda la norma es patologizada
rápidamente, alimentando con ello las bases nutricias de lo que, sin
temor a ser exagerados, podríamos llamar industria de la desesperación.
Sea como fuere, pareciera que la balsa de agua en la que
aparentemente se ha convertido la sociedad posindustrial, no oculta en
sus profundidades sino el cuerpo comatoso de un individuo sacudido en su fuero interno por las condiciones de muerte (que no de vida) a las que nos somete este verdadero estado del malestar.
Depresión, abulia, pánico, angustia, fobia social… Así empieza la lista inabarcable de nuestros enemigos íntimos.
Crecimos descreídos de los viejos cuentos y nos tragamos, sin
embargo, el sapo de las sociedades lúcidas. En realidad, quedamos a la
intemperie alimentados de un maná horneado en la cocina de los
sepultureros. Desde luego, no seré yo quien no celebre la caída de los dioses de los viejos (y no tan viejos) salvapatrias,
pero que no me vendan la falacia de que todo es mejorable con apenas un
leve cambio de timón o colocando un nuevo rey en el palacio (lleve
corona o lazo tricolor en el ojal). Bajo mi punto de vista, no hay
farmacopea que sane lo que ya está muerto.
En ese sentido, articular una respuesta únicamente desde el territorio de lo personal,
no me parece, al menos en primera instancia, la solución más lúcida. No
apagaremos el fuego echando agua sobre nuestra propia cabeza.
Pero qué respuesta dar entonces en una fase de nuestra experiencia histórica donde el poder ha violado nuestra soberanía vital,
en la que la servidumbre ha colonizado nuestro propio cuerpo y el
capital nos disciplina apenas balbuceamos nuestros primeros deseos; qué
respuesta dar, insisto, si en nuestra mente se cava la primera trinchera
contra nosotros mismos.
Empecemos, se me antoja, renunciando al escapismo y la milagrería
barata. Volvamos la mirada consecuente y acometamos la labor de ordenar
nuestro taller sin más demora. Tenemos todas las herramientas para
desarmar la megamáquina. Inventemos nuevas clases de ludismo: es perentorio acabar con la dominación desde sus bases psíquicas.
Una de esas herramientas es el orgullo. Otra nuestro salvaje instinto de colaboración.
Aprender de la experiencia dolorosa y afrontar con apostura el
sufrimiento inevitable, implica renunciar al veneno del autoengaño.
Ninguna herida puede sanar en una sociedad abandonada a las promesas
diseñadas por los ingenieros del consenso. Ya está bien de tantos sueños
de postal. La vida es bella en su crudeza y no necesitamos salidas de emergencia ni paraísos de merengue.
Y empecemos a pensar ―ya finalizo― en la aventura, alegre y
esforzada, que se abre detrás de la posibilidad de pararnos en seco,
plantarnos ―uno a uno, cada cual en su sitio― y desobedecer las leyes no escritas que nos están robando la vida. Mandemos la compostura al pairo. A día de hoy, no queda otra que apostar fuerte.
- Este es mi primera colaboración en el Murray Magazine.
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