i
He despertado con las mismas pesadillas hoy. No voy a hablar de ellas para no hacerlas presentes. Ya no puedo dormir más. Me asomo con cuidado a la ventana y veo algunos fuegos encendidos todavía. Ella no está. Hace semanas que se marchó a cazar agua y aún no ha regresado. El subfusil se encasquillaba; le dije que lo haría yo. Y no le dije... No quiero pensar en lo peor, pero mi mente se encarga de narrarme los cuentos más horribles que conozco; me invade su relato en ese instante en el que abro los ojos por primera vez. De nada vale dormir con el fusil al lado. Ahí al menos, el enemigo soy yo.
ii
Tengo hambre. He plantado en el jardín de atrás esa planta que llaman carne de escombro. Su fruto es carnoso y dicen que un poco amargo, pero aún no ha germinado nada. El frío es intenso y apenas si hay dos o tres horas de esa claridad plomiza que nos resulta tan amenazante. Si tuviéramos un perro... Me gusta, sin embargo, el viento del atardecer; barre el polvo de las calles y marca el ritmo con el que los otros se afanan en preparar el fuego para pasar la noche. Al menos aparentemente, es un momento en el que se respira cierta paz. No se oyen disparos. Durante ese instante pareciera posible reconstruir algo parecido a una comunidad primaria. Pero es imposible. Le pido demasiado a este desastre.
iii
Por la noche, cuando me pongo a escribir, recuerdo sin remedio nuestra antigua vida. Algunas veces, me siento acosado por el miedo y el arrepentimiento. Solo me consuela pensar en la profunda humanidad de esa congoja, esa angustia inextingible y dolorosamente mía. Ya sé que no vale de nada pensar qué hubiera pasado si nos hubiéramos quedado allí... No tengo noticias de nadie. No tengo noticias de nada. Esta maldita animalidad... Qué habrá sido de ella.
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