domingo, 14 de abril de 2024

La espectralidad del cuerpo

 
Fotografía de Jordi Flores perteneciente a la serie Ignacio y Jessica.

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La espectralidad de nuestro propio cuerpo. Un cuerpo que solo aparece cuando siente dolor, cuando se muestra viejo, cuando cae sobre sí mismo por el cansancio. Porque el cuerpo, hoy, pareciera haber desaparecido. Se muestra, sí, cuando lo ponemos a producirse en el gimnasio o ejecutando el enésimo programa de entrenamiento con que probamos a ponernos en forma... A ponernos en formación.  

Porque hay un triple mandato: Tienes que estar sano. Tienes que cuidar tu cuerpo. Tienes que cuidar tu mente.

Pero sanos para qué. Qué puede significar, hoy, cuidar de nuestro cuerpo y nuestra mente que no sea otra cosa que estar en condiciones para producir, consumir... y venderse, ya que nuestro propio cuerpo se ha convertido en marca.

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La espectralidad de nuestro propio cuerpo. Un cuerpo sepultado bajo las ruinas de los continuos requerimientos, de la presión constante, del sordo malestar que nos produce no llegar a nada, hacer las cosas mal. Un cuerpo tachado, preso, en las listas de tareas diarias. Un cuerpo dopado de adrenalina que engulle el malestar y trata de ignorar su angustia.

Y así las cosas, la nostalgia del cuerpo. La añoranza de un cuerpo, consciente de sí mismo, que se sienta tranquilo, en calma. Un cuerpo sereno al que no le importa confundir paz con libertad. Se comprende así nuestra tendencia a identificar felicidad con tranquilidad, seguridad y tiempo para nosotros mismos. Una utopía estoica que, ahora sí, se antoja enajenada de cualquier proyecto de transformación social emancipatorio. Hablamos, por tanto, de una derrota del socialismo en el plano del imaginario: porque el anhelo de bienestar es la otra cara de la renuncia al conflicto.

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Miles de pantallas engrasan la maquinaria del consumo, crean identidades líquidas, alimentan una sociabilidad superficial que rehúye los compromisos y cimenta nuestro egotismo, pero son incapaces de ocultar la verdad del cuerpo. Envejecemos.

Nos negamos a reconocer las reglas del juego, las que marcan qué cuerpos son visibles y cuáles no. Solo pensamos en ellas cuando se hacen sólidas, cuando nos sentimos excluidos, al otro lado de la norma. Y es entonces cuando tenemos la oportunidad de ver todos aquellos cuerpos invisibilizados. Cuerpos vivos y cuerpos muertos. Los cuerpos de las trabajadoras que ponen la comida en nuestros platos, jornaleras migrantes enterradas bajo el plástico de los invernaderos. Los cuerpos arrugados de los ancianos, sí, pero también los cuerpos necesarios, imprescindibles ahora, de sus cuidadoras. Los cuerpos muertos de las miles y miles de personas sepultadas en la fosa del Mediterráneo. Los cuerpos desaparecidos de los asesinados por el fascismo... Los cuerpos de aquellos y aquellas que se lo jugaron todo por la Revolución.

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Una genealogía de nuestros cuerpos muertos, eso necesitamos. Y también una mirada desafiante y compasiva que se niegue a mirar a donde ellos quieren. Una mirada que tome conciencia de la materialidad del cuerpo y actúe en consecuencia.  

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