De Bruno Schulz decía un alumno suyo que a veces, cuando no tenían ganas de trabajar en clase, le pedían que les contara un cuento y él siempre accedía. Cada vez que pienso en la vida de Bruno Schulz, imagino el terror que le debió acompañar durante la ocupación nazi de Polonia. Schulz era judío y durante un tiempo pudo librarse de la muerte gracias a sus cuadros. Literalmente. Parece que fue un oficial de las SS quien tomó a Schulz bajo su protección, animándole a que pintara para él varios frescos y murales con los que decorar su casa. Sería otro maldito nazi quien, por un tema de rencillas personales con el protector de Schulz, le acabara matando de un disparo en la cabeza en plena calle. El asesino se llamaba Karl Günter. Que su nombre no se borre de la historia: fue él quien acabó con la vida de uno de los creadores más sobresalientes de la historia contemporánea de Polonia.
Yeghishe Charents, armenio, fue otro de los poetas revolucionarios que se enrolaron en el Ejército Rojo durante la Revolución rusa. Él también confió en el potencial salvífico del socialismo, creyó como otros tantos en la belleza de la destrucción y puso su pluma al servicio del PCUS. Durante años, cientos de artistas y poetas giraron la cara cuando la mano de hierro se cernió sobre otros compañeros de viaje... Nadie sabe muy bien qué oscuros mecanismos te acababan conduciendo al patíbulo durante el periodo de las purgas estalinistas, pero lo que sí sabemos con certeza es que Charents también fue víctima de ellas. Murió asesinado en 1937. Dice Kapuscinski que Charents era el poeta más preclaro de Armenia. A poco que uno lee cuatro cosas sobre él en internet, entiende que se le puede considerar uno de los mejores poetas armenios del siglo XX. También acabaron con su vida sin pestañear, sin considerar por un segundo qué sería lo que la historia contaría de sus asesinos. Llegados a este punto, pensar en Lorca es irremediable.
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