miércoles, 22 de noviembre de 2017

Sobre La tribu del abecedario

En la columna titulada «La mejor banda», publicada en el Diari de Girona en 1999, y recogida posteriormente en la compilación de textos críticos que publicó Anagrama bajo el título de Entre paréntesis, Roberto Bolaño ofrecía una de las principales claves para entender su obra y también su particular forma de interpretar la literatura. En este artículo, afirmaba rotundamente que si tuviera que asaltar el banco más vigilado de Europa o de América y pudiese elegir a los miembros de la banda con la que llevar a cabo semejante acción, no lo dudaría ni un momento: su banda estaría compuesta, no por mercenarios o delincuentes habituales, sino por poetas, pues, para Bolaño, no hay nadie en el mundo más valiente que ellos, ni que sea capaz de enfrentarse al desastre con más dignidad y lucidez. A continuación, proseguía afirmando que los jóvenes que deciden optar por fatigar el camino de la poesía no lo van a tener nada fácil, ni con sus familias, ni con sus compañeros, ni con sus profesores; pero no importa, saldrán sin duda adelante, pues bajo su aparente fragilidad, se esconden los tipos más duros del mundo. Bolaño siempre admiró la vida de los poetas, de los poetas auténticos, quiero decir, a causa de lo desmesurado de su apuesta, y esta admiración está presente en gran parte de su obra. De hecho, probablemente sea esta la clave para entender una novela como Los detectives salvajes, una obra que supone un tributo al valor de unos jóvenes que apuestan todo lo que tienen por la poesía, por la vida poética, una vida que solo merece ser vivida si es apurada hasta sus límites, de manera extrema, con absoluta intensidad, aunque esto signifique, por otra parte, acabar bailando al borde del abismo y aceptando que al final del camino tan solo aguarda el fracaso. Sin embargo, esta vida merece ser celebrada: vale la pena el gesto audaz.

Sobre este valor insobornable, sobre esta apuesta excesiva por la poesía, sobre esta afirmación de la vida frente a la rutina que nos adocena trata La tribu del abecedario, la última obra de Juan Cruz, una obra de carácter híbrido donde convergen el aliento narrativo y el discurso poético; una obra libre, como su autor, como sus personajes, que se niega a encajar en los géneros canónicos de la literatura y que, de hecho, los dinamita.

El origen de esta tribu hay que buscarlo en la anterior colección de piezas narrativas de Juan Cruz, El club de los poetas hiperviolentos, en cuyo antepenúltimo relato, precisamente el que da título al libro, nos presenta la génesis y la temprana diáspora de este grupo de vanguardia literaria, compuesto por unos jóvenes y valientes poetas que se enfrentan con agresividad y a través de acciones de terrorismo poético al statu quo de una literatura acomodaticia, cobarde y vendida; unos jóvenes que arrastran, sobre todo, una tremenda sed de vivir y que, por ello, son capaces de jugárselo todo a una carta. Es probable que estos mismos personajes, una vez que Juan dio por terminado el relato, lo hayan estado rondando y presionando de alguna manera con el objeto de instarle a no poner tan pronto un punto final a su epopeya, a desarrollar con más espacio aquella aventura, a contar qué fue de sus protagonistas una vez que el fuego fue sofocado. Y así tenemos esta nueva obra, La tribu del abecedario, que viene a ahondar en aquel episodio y donde se nos presenta la voz de cada una y de cada uno de estos poetas locos o hiperviolentos que, en esta ocasión, nos cuentan, cada cual desde su punto de vista, cómo vivió aquella experiencia transformadora y cómo, después de que todo terminara, han continuado recorriendo, de una forma u otra, su propio camino.

Veintisiete poetas pues, tantos como letras tiene el abecedario. Veintisiete testimonios de, en palabras del propio autor, «una juventud en llamas» que decide hacer frente al espanto cotidiano, al vacío de la sociedad contemporánea, a la alienación de una literatura amaestrada; una juventud salvaje que entiende que una vida digna de tal nombre solo puede ser heroica y, por qué no, violentamente osada. Una juventud, por otra parte, condenada al fracaso, pero un fracaso pleno de belleza orgullosa. Como escribe F, uno de los narradores protagonistas, «nada merece la pena si no puede venirse abajo». Esta es su historia, estos son los restos de aquel incendio, unos restos calcinados que continúan humeando en los cielos de la ciudad buitre, de la ciudad infierno.

Veintisiete voces entonces, veintisiete interpretaciones de lo que ocurrió en los gloriosos días en que rondaban la noche, sonámbulos y peligrosos, los poetas hiperviolentos. Veintisiete registros, distintas maneras de contar aquellas vivencias: del estilo seco y directo al lírico, del discurso alucinado a la expresión más bronca, del enrarecido lenguaje onírico a las palabras iluminadas del místico. Y también veintisiete trayectorias erráticas que muestran que, a pesar de todo, estos  nuevos hijos de la ira lograron sobrevivir a los días de violencia, alcohol, drogas, sexo, camaradería y poesía indómita. Algunos abandonaron la escritura, otros se encerraron en sí mismos, otros encontraron la paz, otros iniciaron una huida interminable hacia ningún sitio, otros, incluso, se dedicaron a la escritura de libros de autoayuda, mientras que otros permanecieron obstinadamente inéditos. Esta es la crónica de aquellos jóvenes que, hastiados de la sociedad del espectáculo, escogieron escapar de la pesadilla de la vida contemporánea buscando, tal vez, la salvación a través de su feroz amor a la literatura, a la poesía. Un amor capaz de transformarlos, de reinventar sus vidas, un amor intrépido que los empujaba a romper los límites, a trazar nuevos caminos no señalados por mapa alguno. Ya lo dejó escrito Baudelaire, un claro antecedente de estos poetas locos, en la última parte de su poema «El viaje», fragmento que se ha convertido en una especie de himno litúrgico para aquellos que entienden la literatura como una empresa arriesgada llamada a transformar la vida:

«¡Oh muerte, vieja capitana, cuánto nos pesa este país!
Ha llegado la hora. ¡Levemos el ancla!
Aunque el cielo y el mar son negros como la tinta,
¡ya sabes que nuestro corazón es resplandeciente!

¡Sírvenos ya tu veneno y que nos reconforte!
¡Abrasados por su fuego ansiamos hundirnos
en el abismo, Cielo o Infierno! ¿Qué importa?
¡Sumirnos en lo desconocido hasta alcanzar la novedad!»

Con La tribu del abecedario, Juan Cruz nos ofrece, por lo tanto, su propio Aullido generacional, un canto de amor sin condiciones a la literatura y al valor de aquellos que se niegan a someterse a los dictados del amo, y un homenaje, también, a toda aquella genealogía de autores heterodoxos que escribieron con sangre y vivieron al margen del orden y las instituciones, aquellos que apostaron por el lado salvaje de la literatura, desde François Villon, primer poeta hiperviolento, a los escritores de la generación beat, con Ginsberg, Kerouac y Burroughs a la cabeza; desde Baudelaire, Rimbaud y Lautreamont hasta Roberto Bolaño y sus cuates infrarrealistas, desde las veladas-tempestad de los furibundos dadaístas a las derivas libertarias de los distintos movimientos que nacieron del situacionismo. Un canto de amor, sí, pero cargado de dinamita. Un canto de amor cargado de dinamita, sí, pero también de felicidad, de esa extraña y apasionante felicidad que solo puede ofrecernos la literatura.

Desde luego, debo agradecer a Juan Cruz que haya escrito esta obra inclasificable: su lectura me ha regalado unos momentos de feroz y radiante júbilo. Es, os lo aseguro, una obra inspiradora. No obstante, las autoridades literarias advierten de que la lectura de La tribu del abecedario perjudica gravemente la salud, pues el lector que recorra sus furiosas y lúcidas páginas sentirá un deseo irrefrenable de vivir la noche sin fin, de trasegar alcohol hasta perder el conocimiento, de amar libre e intensamente, de celebrar la vida y el encuentro, de repartir alguna que otra hostia y, en definitiva, de ser valiente como nunca. Estáis avisados.

Y quisiera cerrar esta presentación con unas palabras que me han visitado de manera incesante mientras leía el libro de Juan. Una cita que conocí gracias a nuestra común amiga, Isabel Bono, y que, en mi opinión, resume certeramente el espíritu de estas páginas desafiantes. Es una cita del poeta y editor José Luis Gallero y dice así: «La vida está llena de trampas, pero todos mis amigos son poetas».

Sergio R. Franco

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