Otra vez en el salón, sube las ventanas y mira hacia arriba. Las nubes le impiden ver el cielo estrellado. Debajo, justo en la esquina, una mujer se abrocha el último botón de su chaqueta negra y se da prisa. El personaje sonríe. Se da la vuelta y busca el cuaderno. Hace poco que leyó el libro de Carver. Ya no sabe si ha sido la cuarta o quinta vez... Se orilla en el sofá y cruza las piernas. Recuerda el vestido rojo. "Tendida en el suelo como un charco de sangre". Ya no piensa en las hormigas sino en aquel otro poema que habla de la noche en el desierto y el fulgor de la palmera ardiente.
Poco después ya escribe. Son las tres de la mañana y se cubre con una manta. Su cuento se arremolina entre sueños y el rastro de una canción que le hace recordar la brillantez de sus derrotas. Si pudiera, si por una vez pudiera plantarse en un instante, diría este es el momento, este es el aquí. Ignora el peso de la historia fallida. Hay que morir mil veces. Lo importante es no perder de vista el fuego.
Raymond Carver, desahuciado por los médicos, siguió escribiendo hasta sus últimos días. Tuvo diez años de regalo. De la mano de su segunda mujer, dejó la bebida y se recorrió el mundo. Plantó rosas e hizo las paces con sus hijos. Compuso sus mejores poemas. Murió feliz. Su último texto, a pesar de su crudeza, da cuenta de una vida bien vivida, ancha y honda, como un océano en calma.
El personaje lo aprendió leyéndole hasta la saciedad. Sabe que es alguien más que un poeta... Carver, no él. Toda la noche por delante, repite para sí. El viento sigue golpeando las ventanas. El personaje te mira. Quisieras imitarle y Carver te ayuda. Sigue.
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