martes, 24 de septiembre de 2013

Sentado con Rimbaud

Rimbaud en Harar, Etiopía, en 1883
Tengo sueño, mucho sueño; justo igual que aquella noche que logré dormir después de tres días de juerga. Aquella noche soñé ―aún lo recuerdo― que un hombre parecido a mí caminaba en línea recta por un páramo deshabitado y yermo, en plena oscuridad. Soñé que al poco tiempo divisé la luz de una pequeña hoguera. Caminé hacia allí con la certeza de que alguien me estaba esperando. Cuando llegué, un hombre de mediana edad, rubio, con un bigote como el de Nietzsche y en apariencia fuerte, se levantó del suelo para saludarme. Quien me estrechó la mano era Arthur Rimbaud. Me preguntó quién era y le dije que un mal escritor. No dije mi nombre. Entonces me miró muy serio; me invitó a sentarme junto a él, sobre la tierra seca de aquel eriazo, y me anunció que iba a contarme una pequeña historia. Entonces sacó su pipa, la cebó con calma y la encendió como si aquel fuera el momento cumbre de ese pequeño ritual. Luego chupó con fuerza y expulsó el humo. 

Las primeras palabras de su historia me llegaron pareciera que recién salidas de la boca del infierno. Empezó narrando los hechos más destacados de su juventud salvaje: su amistad con Verlaine, la ruptura con su familia y amigos, las peleas constantes con los poetas vulgares de la bohemia parisina, sus enormes ganas de aprender y leerlo todo… Luego me dijo que no sabía exactamente por qué había dejado de escribir, pero que no se arrepentía de ello. «Voy a morir muy joven», dijo, «y hubiera sido una imbecilidad malgastar mis pocos años de vida encerrado en una buhardilla, perdiendo el tiempo emborronando viejos cuadernos a la luz de un candil». Entonces yo le dije que lo entendía, y él, de repente, me miró con sorna y me contestó que yo no entendía una puta mierda. Literal. Sentí sus palabras como un puño en la boca del estómago. Me puse en pie y me sacudí los pantalones. Rimbaud me preguntó que adónde iba. Le dije que no lo sabía. No continuó insistiendo. Caminé hacia delante y le di la espalda. «Tú también te cansarás», me espetó cuando ya me estaba alejando, y continuó: «Allí no hay nada». Entonces me giré y le grité que eso sí que lo sabía. Calló por un momento, volvió a chupar la pipa; luego expulsó el humo y me dijo que la nada era un lugar como cualquier otro. «Lo más parecido a un cementerio de elefantes que puedas encontrar». Volvió a sentarse. Yo seguí caminando, hundiéndome de nuevo en la noche más oscura del mundo. 

Justo después, me desperté del sueño. Lo olvidé todo muy rápido. Alicia seguía dormida junto a mí. Me dije que los sueños, sueños son, y caminé hacia delante, sí, hacia la nada parecida a un cementerio de elefantes. Aquel día fue bien, pero todo cambió muy pronto.

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