Las 4:00. Madrugada. Insólito frío. Ya no sé si duermo o aún estoy despierto. Dejo la luz del flexo prendida. Escucho como se abre la puerta de mi habitación. Una mano blanca y todavía joven, se posa en el marco. Miro hacia ella, pero no aparece nadie.
-Pasa -le digo-, no tengas miedo.
Pienso en lo extraño de mis palabras. Justo después, entra despacio, avanza mirándome a los ojos. No sé si sueño. La mujer de la fotografía, esta, no la madre de los Panero, ni la esposa de Panero; ni tan siquiera la otra, la de hace unos días, sino precisamente esta, la de la foto: ella es quien aparece en mi habitación.
Se sienta a mi lado. Intento incorporme, pero no puedo. Cierro los ojos y la sigo viendo. Ha dejado de hacer frío. Templo mis nervios. Abro los ojos y sigue allí. Me mira, ahora me mira. Sé que no existe. Luego sonríe. Mete la mano bajo las sábanas y me golpea con el puño justo encima del corazón.
Entonces despierto. La busco y no encuentro nada. Ha desaparecido. La luz se ha apagado. Tengo frío otra vez. De nuevo escucho el sonido de la puerta. Algo acaba de salir de mi habitación a oscuras. No tengo miedo. Ni siquiera ahora se me eriza la piel. Siento, sin embargo, un extraño calor a la altura del esternón. Me subo la camiseta. Tengo una mancha roja en el pecho. La toco y está caliente. Es como si tuviera el corazón en llamas. Cierro luego los ojos e intento dormirme. Nadie aparece. Definivamente, me estoy volviendo loco.
Antes de caer rendido, escucho como empieza a llover. Y eso me tranquiliza.