lunes, 27 de agosto de 2012

Trincheras llenas de ratas


Tengo los pies hundidos en el barro. A lo lejos escucho el estallido de los obuses. Avanzo durante días por el campo de batalla sin apenas sufrir bajas; pero ahora, cuando el invierno ha caído sobre la estepa, nos dejamos miles de vidas para avanzar una veintena de metros. Es así... Lo podría decir alguno de mis personajes... Dejemos la I Guerra Mundial para la novela corta que pespunteé hace unos meses. Toquemos página.

Ahora solo hablaré de literatura. Ahora solo hablaré de lo que hablo en el cuaderno gris. Ahora hablaré de los meses que llevo sin escribir algo decente. Qué difícil salir vivo... El gas se cuela entre los párrafos. Es imposible dejar de imaginar para decir sin estrecheces... Pensé que todo sería fácil después de arrasar al enemigo con artillería pesada. Todo fueron vagas suposiciones... Te esperaban pertrechados bajo túneles hormigonados y bien abastecidos. No pudiste hacer nada para frenar el contraataque... Regresaste a las posiciones iniciales.

Desde tu última derrota te guareces en la trinchera que cavaste hace unos años. Una trinchera abandonada, ya casi colmatada por el paso del tiempo, y que muy pronto, justo después de que caigan las primeras lluvias, se llenará de barro. Una trinchera atestada de ratas... Ahora lo recuerdas: ni siquiera enterraste los cadáveres de los que allí murieron.

miércoles, 22 de agosto de 2012

Habitación


Su habitación tenía largos pasillos... Oscuros y largos pasillos que conectaban con las profundidades. Le gustaba imaginarla así. A diario mantenía una lucha constante contra las tribus de hormigas que poblaban cada esquina de su celda. También había humedad, pero le incomodaba menos... Como solía pasarse días enteros en aquella habitación, llegó a acostumbrarse finalmente al mal olor, el olor a humedad, pues, como decímos, casi nunca salía de aquellas cuatro paredes, si acaso alguna vez cada tres o cuatro días para tomar café, respirar un poco, y al menos así, estirar las piernas. Leía, claro que leía. Leía poesía, novela, libros de antropología, de historia, de ciencia… Leía todo lo que le caía entre las manos. También escribía, pero muy de vez en cuando. De hecho, cada vez que se ponía frente al papel en blanco sentía un miedo extraño que sólo era capaz de conjurar en ocasiones. También a veces, muy de tarde en tarde, venía a verle algún amigo y siempre lo encontraban con la habitación revuelta... Aquel paisaje de libros, montañoso, iluminado por la luz que se filtraba por las ventanas tamizadas con recortes de revistas, y ese mandala que, como un enorme puzzle de rostros, crecía cada día en una de las paredes al mismo ritmo que a nuestro hombre se lo iba merendando la nostalgia. Porque esa es la pieza central de este relato. Hay un momento en el que él levanta la vista del papel en blanco y piensa en todo lo que ha dejado. Piensa también en todo lo que está dejando. Hay un vértigo que le persigue cuando al mirarse las manos advierte que nada de lo que ha hecho le ha servido para salir de esa inercia que sabe no ha de conducirle sino al abismo. Porque hay algo evidente en el acontecer de este hombre y es que, más allá del placer suicida que le reporta el abandono, mantiene una creencia profunda en la capacidad salvífica de la literatura. Pero hasta qué punto él se está salvando… Esa es la pregunta. Vuelve a mirarse las manos. Es consciente de que el itinerario de liberación que intuía en el papel, se le ha tornado errático... El silencio es una tentación. Plantearse la pregunta de hasta qué punto nos condena aquello que nos ha hecho ser nosotros mismos es tan doloroso que al instante renuncia a la respuesta. «Es mejor abandonar», se dice. Escapa de la habitación. Sonríe. Ha traicionado tantas veces su voluntad que la trampa lo reconforta y cuando sale a la calle intuye que la fuga no será en absoluto definitiva. Detesta la ficción de la mentira pero solo ella le presta asilo. No sabe qué hay detrás.

jueves, 16 de agosto de 2012

Letras selváticas


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Hace unos días volví a leer el artículo Desnudo en la bañera, asomado al abismo (Manifiesto literario tras el fin de la literatura y los manifiestos), del que ya hablamos aquí. Era necesario releerlo. Desde hace unas semanas vengo intercambiando opiniones con algunos amigos sobre el contenido del mismo y, la verdad, es como si no me lo pudiera quitar de encima. Repaso algunas notas de lectura. Esta es una de ellas: Cómo se llega a la literatura... Ahora pretendo contestarla. Por qué se empieza a escribir... Más certero: Por qué empezamos a escribir... Todavía no sé si yo tengo respuesta.

Barrunto ideas, líneas de fuga, cosas que sé (o creo saber). Y me doy cuenta de que no sé nada de los demás. Cambiemos la apuesta pues. Digamos entonces: Por qué empecé a escribir... Pasemos de las grandes palabras a lo anecdótico, lo pequeño, lo líquido, lo blogger, la sustancia de la que nos habla Iyer en el texto que citaba antes. Apliquemos entonces algo de lo que hemos aprendido estudiando epistemología de las ciencias sociales: reflexividad, conciencia de lo que se hace, apliquémosle -digo- a nuestro quehacer diario una interrogación constante (una interrogación también de carácter moral). Redondeando: sentemos a Ciceron a nuestro lado y preguntémonos hasta qué punto está bien lo que hacemos o hasta qué punto está bien hacer eso que solo sabemos hacer mal... ¿Otra cuestión inabordable? Puede ser. Definitivamente, volvamos a lo pequeño.

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Una vez aquí, cómo no traspasar la frontera, cómo no entrar en el abominable territorio de la confesión... Hablar de los primeros textos, de los primeros libros, de los primeros desengaños, de los primeros poemas, de nuestra pretendida marginalidad. ¿A quién demonios le interesa eso? Si no tenemos la capacidad de trascender la anécdota, si no queremos realizar el esfuerzo de investigar, de tomarnos en serio lo que hacemos, si no queremos trabajar, echarle tiempo y ganas e ilusión a nuestro oficio, si solo pretendemos balbucear, entonces para qué tanto palabreo, tanto ruido, tanta obscenidad... Tanto patetismo. En el suelo está, rota en mil pedazos, la brújula que ya no creímos necesitar. Una vez más, nos traicionó la soberbia.

Llegados hasta aquí, a este no-lugar, solo queda preguntarse hasta qué punto es posible escribir desde lo fallido, desde la incapacidad, la anomia, la incertidumbre, desde las tripas de esta oscuridad azul. No sé por qué empezamos a escribir. Ni siquiera sé por qué empecé a escribir yo. Ahora mismo, me basta con reconocer algunos temas de los que quiero hablar, de los que me apetece contar algo. Porque la literatura, la ficción en suma, siempre me ha ayudado a mapear mi entorno, a proyectar mis dudas, a cuestionar mis propios pasos... No sé si eso me hace fuerte, pero sí sé que es algo con lo que he construido mi identidad; tan solo un gesto, acaso una actitud, que reconozco como mío frente al espejo de mi extraño imaginario.

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Decía Lombardo Duro Escribir / no sirve para nada / si no es para decirse / uno a sí mismo / lo más duro y cruel / que jamás ha escuchado y creo que sus palabras, en cierta forma, muerden el pan de la verdad (Riechmann). No hay que creerse nada, por supuesto, pero debemos hacer de esa falta de certezas un territorio propicio desde el cual reconocernos en los demás, desde el que abordar lo inabordable, lo que escapa a ser nombrado, lo que está en fuga permanente... Hablo de lo que nos nombra desde fuera, lo que nos narra a todos, lo que nos cuenta. También en la literatura, perseguir la utopía es un valor que aporta dignidad y nos ayuda a ser perseverantes. Ahora mismo, solo nos queda reafirmarnos en aquellas intuiciones que nos abren paso. No queda otra que asumir un rol de explorador, vivir en la aventura y ser paciente, mucho, pues serán millones los mosquitos que nos van a picar. El premio es encontrar a Livingstone.  

miércoles, 8 de agosto de 2012

Tiros al corazón

 Franzi Fehrmann (foto de E. L. Kirnchner)
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Sacamos la baraja y escogemos: toca empezar por el final. Al final se llega con el nombre Kirchner entre los dientes, como el explorador que arrastra la panza de aventurero bien pagado por el barro; así, de esa manera, nos escurriremos también por esta entrada. Si dijimos empezar por el final, diremos que allí se refleja la imagen de un hombre que se echa las manos a la cabeza; le han requisado más de cien cuadros a los que han llamado degenerados, echa la vista atrás: se siente solo, el futuro es la boca de un niño llena de polvo... Ese hombre se abre un botón de una camisa, tiene 58 años y quizá no ha visto demasiado, pero sí lo suficiente. Mete el cañón de una pistola en ese hueco, apunta al corazón. Se pega dos tiros.

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Setenta años después, un joven estudiante de Humanidades compra un pequeño libro de arte sobre el expresionismo alemán. Le apasiona la Alemania de entreguerras, pero sabe poco del mundo cultural de aquellos años y siente la necesidad de aprender un poco más. Muy pronto un nombre: Ernst Ludwig Kirchner. Y luego otro, quizá más intrigante aunque casi desconocido; hablamos de Marcella Fehrmann. Dos nombres sobre los que levantar un proyecto que toma forma a la luz de un flexo, en las madrugadas ya no diría plomizas sino férreas de los veinte años, cuando no importaba perder (ganar) el tiempo y daba igual que nadie le entendiese si lo hacía ella.

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Después de diez años el proyecto sigue vivo, crece, se alimenta cada verano, adquiere tintes épicos. Las vacaciones alemanas del joven humanista le hacen sentirse vivo, de cuerpo presente en la memoria de los hijos de Europa, esa historia grande... De Kirchner a Otto Dix, de los veinte a los treinta... La mirada melancólica de Marcella permanece, incólume, en mi memoria dinosaucer. A veces tengo la sensación de que mi mayor victoria continúa siendo mantener intacta mi libertad interior, aquella de la hablaba Stefan Zweig, sin caer en el absurdo ni en el recurrente solipsismo de aquellos que se creen únicos.

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Volvemos al principio. Si no estás solo, si eres imprescindible para alguien, renuncia a la solución Zweig, renuncia a la solución Kirchner. No, ya no es por la cuestión del egoísmo sino por el daño que se inflinge a aquel a quien se ama... O es que ya no aman los suicidas... Sí, claro que sí, el austríaco murió abrazado al pecho de su mujer muerta. Tampoco aquí hay absolutos. Podría ser un tema central en la novela o quizás sería interesante trazar un puente entre Dix, Kirchner y Stefan Zweig. Ya se verá. Hay tiempo. La vida no es tan breve como se piensa, lo decía B.