sábado, 15 de diciembre de 2012

El río, la página, la decisión



i

Regresas dando tumbos. No encuentras motivos para huir. Ni lágrimas, ni espanto, pero la boca te sabe a ceniza. No hay polvo en las manos. Te manchas con la compasión que te estremece. Te sabes quebrado, lengua que dice y no dice, que no sabe decir, que balbucea, y hace daño y hiere, y ya no hay luz. Entonces ni siquiera los labios dorados del esplendor perdido, entonces, en el aquí y ahora de los que se pierden en la bruma, el rumor del mar, el viento que te despeina y recordarla allí apostada, en esa esquina donde supiste que su pelo negro, azotado por el temporal, sería la única bandera por la que te dejarías matar.

ii

Cicatrices que nunca llegan a serlo. Bolsillos llenos de piedras. Un camino que se retuerce y te lleva dando vueltas una y otra vez al principio del fin. El cansacio en esos ojos que te miran desde el otro lado de un vaso de cerveza medio vacío, el olor de su piel y el miedo del que habla ese poema recorriéndote de parte a parte. ¿Quién te ha puesto la mano en el cuello? ¿A quién has sentido acariciando tu dolor, guardándose contigo el trago amargo de tu secreta desesperación? ¿Quién ha mecido en tu mirada una sonrisa que te hace resistir? ¿Quién te lamió los ojos? ¿Quién te robo el imsomnio? ¿Quién te obligó a mirarte en el río? ¿Quién te hizo sentir que la tristeza es la moneda con la que pagaste tantos años de felicidad?

iii

Apuras el vaso. Ya no queda nadie. Alguien te ha dejado un libro de poemas. No sabes quién es. Una escueta dedicatoria te hace sonreír. Te escurres por la puerta del local. En la calle hace frío, llueve. A lo lejos se escuchan las sirenas de la policía. Algún día..., piensas, y cambias de calle. Quisieras no llegar a casa, doblarte sobre el papel, hundirte en esa historia de Garte y los poetas del semirario y Laura e Iván y la traición de Elena y ese personaje que escribe poemas sobre caballos muertos. Nada te calma. Nada borra ese sabor a ceniza. Un coche se detiene a tu lado. Tiene los cristales tintados. Se baja una ventanilla y solo ves los ojos verdes de una mujer. No puedes ver más. No sabes quién es. Te duele el estómago.

iv

Al llegar abres el libro y lees un par de páginas. Aparece de repente la imagen de Jeff Buckley metiéndose vestido en el río Wolf poco antes de morir ahogado. Piensas que acaso un par de buenos poemas justifiquen una vida entera. Poco más has hecho bien, te dices, y acusas el golpe. Eres tu propio sparring. Te sabes golpeado una y mil veces, pero sigues sin caer. Mantienes el equilibrio, aunque pagues con creces el precio de tu propia lucidez. Miras hacia delante. En la página hay un río. Te escuece la herida y encuentras la canción. Poco a poco te adentras en el relato. Te mojas los pantalones y empiezas a sentir el frío. Sabes los que vendrá después. Nada te detendrá. Ignoras cómo pudo matarse un tipo como él. Cruzas los dedos bajo la silla. Escribes con el corazón de punta.

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