Su habitación tenía largos pasillos... Oscuros y largos pasillos que conectaban con las
profundidades. Le gustaba imaginarla así. A diario mantenía una lucha
constante contra las tribus de hormigas que poblaban cada esquina de su celda. También había humedad, pero le incomodaba menos... Como solía pasarse días enteros en aquella
habitación, llegó a acostumbrarse finalmente al mal olor, el olor a
humedad, pues, como decímos, casi nunca salía de aquellas cuatro paredes, si acaso alguna vez cada tres o cuatro días para tomar café, respirar un poco, y al menos así, estirar las piernas. Leía, claro que leía. Leía poesía, novela, libros de
antropología, de historia, de ciencia… Leía todo lo que le caía entre las
manos. También escribía, pero muy de vez en cuando. De hecho, cada
vez que se ponía frente al papel en blanco sentía un miedo extraño
que sólo era capaz de conjurar en ocasiones. También a veces, muy de
tarde en tarde, venía a verle algún amigo y siempre lo encontraban
con la habitación revuelta... Aquel paisaje de libros, montañoso, iluminado por la luz que se filtraba por las ventanas tamizadas con recortes de revistas, y ese mandala que, como un enorme puzzle de rostros,
crecía cada día en una de las paredes al mismo ritmo que a nuestro hombre
se lo iba merendando la nostalgia. Porque esa es la pieza central de
este relato. Hay un momento en el que él levanta la vista del papel en
blanco y piensa en todo lo que ha dejado. Piensa también en todo lo
que está dejando. Hay un vértigo que le persigue cuando al mirarse
las manos advierte que nada de lo que ha hecho le ha servido para
salir de esa inercia que sabe no ha de conducirle sino al abismo.
Porque hay algo evidente en el acontecer de este hombre y es que,
más allá del placer suicida que le reporta el abandono, mantiene una
creencia profunda en la capacidad salvífica de la literatura. Pero hasta
qué punto él se está salvando… Esa es la pregunta. Vuelve a mirarse
las manos. Es consciente de que el itinerario de
liberación que intuía en el papel, se le ha tornado
errático... El silencio es una tentación. Plantearse la pregunta de hasta qué punto nos condena aquello que nos ha hecho ser nosotros mismos es tan doloroso que al instante renuncia a la respuesta. «Es mejor abandonar», se dice. Escapa de la habitación. Sonríe. Ha traicionado tantas veces su voluntad que la trampa lo reconforta y cuando sale a la calle intuye que la fuga no será en absoluto definitiva. Detesta la ficción de la mentira pero solo ella le presta asilo. No sabe qué hay detrás.
- De Cuento y aparte.
La ficción de la mentira ¿o la mentira de la ficción? Sea como sea es cierto: no sabemos lo que hay detrás.
ResponderEliminarLa ficción de la mentira, Lluís, solo eso.
ResponderEliminar"Plantearse la pregunta de hasta qué punto nos condena aquello que nos ha hecho ser nosotros mismos es tan doloroso que al instante renuncia a la respuesta". Me quedo con esto, Juan, aunque nunca hay que renunciar a la respuesta...
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