i
Voy al trabajo. Aparco, me bajo del coche, cojo la mochila y salgo corriendo. Tengo cita con un investigador extranjero y no quiero llegar tarde. De camino, tiradas en un alcorque junto con restos de comida y ropa, encuentro tres fotos pequeñas, manchadas y muy combadas. Las cojo y las meto en mi mochila. No sé muy bien qué haré con ellas y tampoco pienso en ello, pero me las llevo a casa.
ii
Ha pasado una semana. Encuentro las tres fotografías en la pequeña carpeta donde guardo los papeles donde voy apuntando todas las tareas pendientes. Decido enseñárselas a unas amigas; son especialistas en archivos fotográficos y seguro que me sabrán decir cómo limpiarlas. Quedamos una tarde y se las muestro. Me dicen que las digitalice. Me explican un procedimiento sencillo de limpieza y las meto en un pequeño sobre negro. Esa es su mortaja ahora. Ya por la noche, en un receso de trabajo en la editorial, las miro de nuevo y me pregunto quiénes serán esas dos chicas que ahora me sonríen, pareciera que felices, enseñándome una pierna, invitándome a pensar que quizá no sea tan grave aquello que me preocupa.
iii
Limpio las fotos. Las digitalizo. El blanco y el negro se muestra con una viveza nueva. Quizá lleven razón, sí. Pienso en el libro del Tao, en los pasajes que cada noche leo con Araceli justo antes de dormirnos. No sé quiénes son estas mujeres y quizá no me importe, pero quiero creer que su sonrisa comunica un mensaje trasparente y limpio. Siento que puedo sacudirme el polvo, limpiarme los ojos y dejar que la ceniza se caiga al suelo, que nuble mis huellas pero no mi mirada. Quiero sentir la suerte de ser, de estar aquí, arropado, en este día luminoso, por el brillo del sol y el bullicio de la calle que se cuela por la ventana.
iv
Hay angustia. Hay dolor. Hay un mundo que no es justo y hace daño y es cruel y pesa, pesa mucho a veces... Pero es el único que hay. Y no es pequeño, sin embargo, ese regalo. Me lo han dicho dos mujeres.
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