sábado, 30 de septiembre de 2017

Bandera blanca


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Ya hace un año y medio, más o menos, de la publicación de El Club de los Poetas Hiperviolentos y todavía no he conseguido sacarme de encima esa sensación extraña, ambivalente y pegadiza, que arrastro desde que el libro salió de imprenta. Quizá la parte amarga tenga que ver con la pequeña decepción que me produjo el hecho de que la primera tirada saliera con varios errores de impresión graves. Curiosamente, como editor acabé descuidando mi propio libro, algo que ni por asomo me permito con el resto de trabajos de Piedra Papel, donde no es precisamente de cariño a nuestras ediciones de lo que andamos faltos desde que el proyecto echó a rodar.

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También pesó en su día que este libro de relatos saliera casi al mismo tiempo que El nombre de los hombres, mi primer poemario de cierta extensión. Uno por otro, al final apenas si le eché tiempo a la promoción de ambos libros, aunque nada más sangrante que el hecho de no haber organizado ni una mísera presentación de El Club de los Poetas Hiperviolentos, ni tan siquiera en Jaén, donde el evento hubiera sido una buena inyección de pasta en un momento en el que la editorial estaba tiritando. Sea como fuere, ninguna de estas contrariedades importaría lo más mínimo si no permaneciera en mi memoria el vívido recuerdo de la cantidad de horas de trabajo que hay detrás del libro.     

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Un libro en el que entré de lleno y sin pensármelo, como el que se siente perseguido y se esconde en un lugar donde sabe que nadie podrá localizarle. Un libro refugio que al final no lo fue tanto, no. Porque la literatura no salva de nada. Ni borra ni hace que olvides, ni consuela ni lastima. Solo consigue convertir unas cosas en otras, maquillar los traumas. En mi caso, la ficción que contamina el día a día, justo en el momento en el que escribí ese libro, me permitió escapar de cierta idea de condena que giraba en mi cabeza sin parar, como un pensamiento recurrente que iba ganando forma en mis pesadillas y que cobraba vida a cada tanto, robándome las ganas de luchar y la esperanza en un futuro un poco más amable. 

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Pero ahora me encuentro con un libro distinto. Un libro que se estira y que se ensancha, un libro que ha gustado a lectores que respeto y que, casi dos años después, se sigue vendiendo en las pocas librerías donde conseguimos colocarlo. Y no me digo esto para desprenderme del mal sabor de boca del que hablaba antes, qué va. Me digo esto porque aquí ya no hay ficción, sino constatación de un hecho: el cómo la mirada del lector modifica la lectura de la obra por parte de su propio autor. Y eso, en mi caso, hoy, conlleva un poco de paz. Aunque solo un poco, porque hablamos de un libro antónimo a esa idea, un libro hiperviolento del que -espero- no se sale indemne.

martes, 12 de septiembre de 2017

Cuatro yanquis


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Hace unos días conté en Nueva Gomorra, ese blog que dentro de poco cumplirá la friolera de diez años, que Pregúntale al polvo había regresado a casa. Con el libro también vino el recuerdo de su lectura y algunas divagaciones sobre la vida de John Fante, el autor de la novela. Reflexiones sobre lo injusto de su falta de reconocimiento en vida y sobre la manera en la que algunos autores acaban llegando a nosotros. En mi caso, y como en otros tantos, supe del autor italoamericano a través de Bukowski, precisamente en un momento en el que sus novelas me empezaban a cansar.


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De Sam Shepard no sabía nada cuando leí Crónicas de motel, publicado también en la mítica colección de narrativa de bolsillo de Anagrama, la colección Compactos. Allí encontré un diario poético compuesto por imágenes que ya me sugerían las lecturas de los cuentos de Carver. Imágenes de un país desconocido, el de los EE.UU. del fracaso, la ruina y la desesperación, un país al que nunca habría llegado si no fuera por la obra de los cuatro autores de los que hablo hoy.


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De Raymond Carver ya he hablado decenas de veces y en mil sitios. Sus relatos y poemas me han acompañado durante toda la vida y forman parte de mi paisaje emocional. De hecho, algunos de sus poemas me han arrancado de cuajo de momentos llenos de angustia y pasmo. También fue Carver el que dijo en su día que Richard Ford era el mejor escritor estadounidense vivo del momento. Palabras mayores de un maestro que nunca presumió de serlo y cuyos mejores años fueron aquellos diez últimos que pasó junto a su última mujer, Tess Gallagher, sin la que resulta imposible comprender la pujanza de la obra de su marido en las últimas tres décadas.


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Y yo no sé si fue el mejor autor estadounidense del momento, pero Rock Springs, la primera novela que he leído de Richard Ford, me ha hecho pensar que quizá Carver no andara demasiado desencaminado. Lo que sí es seguro es que los relatos de ambos están emparentados, compartiendo la obsesión por relatar las vidas de aquellos estadounidenses que seguramente no serían buenos ejemplos para la publicidad de la época. Eso sí, en los cuentos de Ford se cuenta más, hay menos silencio y, en cierto sentido, más impostación. Pero da igual, ojalá el resto de sus libros mantengan el nivel, porque me parece un escritor tremendo, al que sin duda seguiré la pista.