martes, 11 de agosto de 2015

El perro viejo y yo


La casa es una mandíbula enorme.
Ángel CALLE

El perro viejo se queda ciego.

Abre los ojos de par en par, pero no ve. O solo ve sombras. Siente el oleaje, la libertad perdida, los años por venir en una soledad gris (ya casi negra). Yo no puedo hacer nada. Conozco la tormenta de su mente, el miedo. Conozco el miedo dentro de la carne como un veneno espeso, que arde y paraliza, y al cabo te confunde, te hace sospechar, revolverte contra lo más profundo de tu ser, enajenarte del instinto.

Le acompaño, a veces de lejos, otras siguiéndole de cerca. Lo llevo hasta la playa como si fuera el final de todos los caminos y yo también comparto su ceguera, el corazón lleno de bocados quizás inmerecidos. Ahora da igual. Me suelto el pelo como queriendo rezar una oración que no conozco. Nos miramos. Los dos sabemos llorar, aunque nos cueste. Ninguno de los dos sabe ladrar en el momento exacto.

El perro viejo, nunca atado a nadie, marcándome el camino como una estrella guía... Siempre vigilante, mostraba su cariño rozándome de cerca, como si él también supiera que nada arraiga sin amor, que nada crece en la niebla.

Los dos llegamos al final. Cada uno tiene muchos. El perro viejo me mira con el alma entera y no sabe cómo hacer para no volverse loco. Si pudiera cambiarme, enfrentar con él esta tormenta y hacerle retroceder juntos, los dos, avanzando sin parar dentro de ese futuro espejo, también impredecible, oscuro y susurrante como una selva antigua.

Yo no te puedo ayudar, viejo perro enfermo, tú que has dado tanto y me has enseñado a mirar. Pero te juro que lo pasaré contigo. No me da miedo ahogarme.

2 comentarios:

  1. me ladró encima tu letra, el vino que empuña, el crepitar de una deriva, donde la sangre cruje a saltos y con barcas de nadie

    placer descubrir tu tinta, salud!

    los perros gobernarán la tierra!

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