sábado, 25 de enero de 2014

Ya no le vi. Se fue perdiendo


Ya no le vi. Se fue perdiendo.

La última vez lo encontré en la biblioteca. Yo me escondí. No me atreví a saludarle. Le vi rebuscar libros en la sección de poesía. Tenía poco dinero, era normal. Supe qué libros estaba hojeando. Releía mucho. Me escondí detrás de una estantería cercana y le vi echar mano de un libro de pasta negra con las letras rojas. Sé cuál era; una antología de George Trakl. Le gustaba ese poeta. No sé por qué. Quizá no tanto por su biografía alucinante, ni por su doloroso final, sino por la cruda parquedad de sus poemas. Lo habíamos leído juntos.

Recuerdo una vez. Él había llegado molido del trabajo. Eran las tres o cuatro de la madrugada y yo estaba durmiendo en el sofá. No lo recuerdo bien, pero por aquel entonces estaba cerrando El libro del estómago y dormía bastante mal. Los dos dormíamos mal. Era invierno y llovía con fuerza. Hicimos el amor sin mirarnos a la cara. Tenía en la piel la marca de la pena y me abrazaba como si hubiera escapado de una tormenta. Lo sé, claro que lo sé... En aquel momento la muerte aparecía en su reflejo como un testigo ciego. Su silencio era tan impenetrable... Después nos duchamos con agua casi hirviendo y nos tiramos en el suelo del salón, sobre la alfombra. Presentíamos que la noche se haría larga. Entonces Trakl. Sacó ese libro, lo abrió por la mitad. Recitó un poema como quien reza una oración y supe que estaba cruzando los dedos, rogando suerte, pidiendo perdón, aunque no sé a quién. Sentí miedo... Lo supe. Que se estaba yendo ya, que no iba nunca a comprender que veía detrás de esa ventana por donde se colaban todos esos fantasmas.

Trakl es un nombre. Él también tiene. Nunca pensé que aquella sería la última vez que le viera. Salió con dos o tres libros y el gesto rehecho de quien escapó de un trance. No sé qué le pasaba... Pensé seguirle por la calle durante un tiempo, pero temí encontrarme con él de frente. Si hubiera sabido que le íbamos a perder el rastro, hubiera corrido detrás de él. Lo siento tanto... Da igual. No sé por qué le echo de menos. Yo no podía vivir con él. Me hubiera gustado aprender su lenguaje; el lenguaje de su cuerpo, de sus gestos, de sus silencios. Tal vez así hubiera podido interpretar aquellos poemas que encerraban tantos secretos. 

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