jueves, 31 de octubre de 2013

Mercachifles orientales

El lector tiene la garganta en carne viva. Está cansado. Lee y duerme, toma medicamentos de color naranja. Echa de menos.

El libro es El filo de la navaja. El escritor es Somerset Maugham. Alguien le dijo que era el escritor más soberbio de la historia de la literatura, pero al lector no le interesan las afirmaciones recién sacadas de la lectura de un dominical. Tampoco le importa la biografía. La historia sí y el personaje central. El lector todavía no sabe quién es el personaje principal. Hay un escritor que cuenta la historia de un chico raro, Larry, que recorre medio mundo buscando respuestas. Es un chico apartado del mundo banal de los Estados Unidos de los años 20. Es un chico, decíamos, que se hace preguntas trascendentes y cada vez se aparta más de sus viejas amistades. Recorre medio mundo con una mochila de dinero a cuestas... El escritor no le interroga. El joven Larry escapa de todo, pretende dejar atrás la frivolidad. Repetimos, el escritor que cuenta la historia no le interroga, no contradice, considera su aventura existencial una búsqueda ejemplar de la respuesta suprema... Pero el lector se agazapa en los rincones de la historia: los antros de París, las granjas alemanas sumidas en la miseria, la narración del Crack y sus efectos... De nuevo lo de siempre. El personaje que se quiere principal echa a perder la historia. 

El lector levanta la vista. Recuerda una novela parecida que, sin embargo, no se parece en nada. Pero le huele igual y no sabe por qué. El lector esconde las preguntas en la bola de melancolía que le crece en la garganta irritada. La fiebre se evapora y la otra historia se hace presente. Claro, es Joseph Roth, el inefable Joseph Roth. Esa historia de los mil personajes perdidos, acomplejados, solos, dormidos a la intemperie... Esa historia con el lector cruzado,  medio cuerpo metido en el baúl, y Roth lejos, muy lejos, mirando al suelo con la botella al lado, mientras el cuento de Maughan se pudre despacio en la encimera de la literatura cero.

Se acaba el café. Se dice el lector que ya va siendo hora de perderle la paciencia a esas historias de héroes de postín y fulanos de crecepelo. Piensa en los autriacos. Anota el siguiente libro. Volver a Roth. Volver a Zweig. Jamás la austeridad reconfortó tanto.

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