lunes, 19 de agosto de 2013

Monedas

Jaime pegó un portazo y se fue de casa. No tenía nada planeado, pero a diferencia de sus amigos, hizo lo que había prometido una y mil veces, y una tarde cualquiera, después de mantener una fuerte pelea con sus padres, llenó la mochila con cuatro trapos y un par de libros, y se largó de casa. 

No sabía qué hacer, adónde ir o qué comer; solo tenía unas cuantas monedas en el bolsillo y apenas si le daban para el autobús. Fue a la taquilla y sacó el billete. Se compró un bocadillo y guardó unas monedas para cuando llegara a su primer destino. Se sentó en uno de los últimos asientos. El autobús se puso en marcha y al poco tiempo se hizo de noche. Cogió uno de sus libros e intentó leer. No pudo. Estaba tan nervioso que apenas si podía concentrarse. No paraba de pensar qué haría cuando llegara a la ciudad, dónde dormiría, qué desayunaría o en qué lugares buscaría empleo. Pensaba, pensaba... Y poco a poco se iba acercando a su destino. 

Había poca gente en el autobús: una mujer que parecía cansada y durmió todo el trayecto, un hombre mayor que leía el periódico, un joven de su edad y una pareja de enamorados que, entre besos y abrazos, no había parado de hablar en todo el viaje. Poca gente en el autobús, decíamos, pero todos despreocupados, contentos, sin duda, al ver aparecer en el valle las luces de la gran ciudad, de su gran ciudad. Las mismas luces que atemorizaron a Jaime, pues imaginó sus calles como un laberinto inabarcable donde sería fácil perderse de forma definitiva.

El autobús aparcó en el andén que le correspondía. Era casi media noche y el frío del invierno caía pesado sobre la estación de autobuses de la gran ciudad. Jaime entró por la puerta más cercana. A través de las ventanas, se veía descender una niebla fina que difuminaba suavemente la luz de las farolas. Con lágrimas en los ojos, contó las monedas que le quedaban. Fue a la cafetería y pidió un café con leche. Estaba solo. Algunos camareros barrían, otros veían con los brazos cruzados el último telediario de la jornada. Llamó por teléfono un par de veces, pero no había nadie en su casa. Seguramente le estarían buscando. Con un nudo en la garganta, recogió las monedas del teléfono público, se acercó a la taquilla y compró el billete de vuelta. Regresó con los bolsillos vacíos.

2 comentarios:

  1. Me ha encantado! Sobre todo el final, no me lo esperaba. Cuantas veces hemos pensado todos en hacer lo mismo, sin ni siquiera un motivo concreto, desaparecer, perderse huir a la aventura... felicitaciones :)

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  2. Muchas gracias.
    Sí, todos henos querido desaparecer más de una vez. Y las que nos quedan...
    Un saludo.

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