Foto de Julia Cortés Campos
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Hola […] Sí, llamaba
porque no
voy a ir a trabajar esta semana [...] Bueno, tengo un dolor en el
estómago que
me impide moverme con comodidad […] No […] Por supuesto, no se preocupe
por eso
[…] Muchas gracias […] No, no me había pasado antes […] En realidad no, a
veces
es como si fuera un vacío imposible de saciar […] Perdone, me resulta
complicado incluso ir al baño... No sé si me comprende […] Desde luego.
Iré a pedirlo en cuanto pueda moverme del sofá [...] Amargo y a la vez
muy dulce [...] Descuide [...] Muchas gracias. Adiós […]
**
Intenté leer. Leer
para no
pensar. Leer para no desesperar. Elegí un libro que nunca había fallado.
La novela seguía pesando. Todavía recuerdo por qué la elegí. Deseé que
aquella
historia me arrancara de mí mismo y pudo lograrlo en parte. Pero en otras
ocasiones la historia me volvía más lúcido y era entonces cuando miraba mis manos
vacías, aquella incapacidad para explicar qué era lo que me había pasado, y pensaba
que
había que tomar alguna decisión, rápidamente, una decisión para dejar de
bordear el pozo: el pozo de la condolencia, por supuesto,
pero también el pozo de lo más parecido a la idea de perdición. Eso pasó
la noche en la que salí de aquel
libro con el firme propósito de arrojarme a los brazos del dolor más
fino, menos cobarde, menos recriminador. Sí, entonces supe que el dolor
trastorna, amenaza -siempre hay un momento en que lo
hace- con volvernos locos, y la locura, como el autoengaño, también nos
aleja
de la búsqueda de la verdad, o lo que es lo mismo, de la búsqueda de
las preguntas, y eso nunca, me dije, justo cuando me vi caminando por una cuerda tan fina como el hilo de
mi cordura... Y supe que el miedo, al menos por una vez, se vendría
conmigo, no para dolerme ni escocerme o casi hacerme vomitar, sino para
ayudarme a comprender por qué llegué a quererla tanto, por qué la herí
de aquella forma, por qué le dije que se fuera de una vez por todas. El miedo es
sabio porque sabe del cuerpo, porque sabe mucho antes que nosotros, porque es
animal, viejo como los hombres y sabio como los niños. Miedo enemigo y a
la vez miedo tú, miedo yo, miedo vosotros, miedo identidad. Miedo pesebre. El mismo que mantiene unido al rebaño, el mismo que los hombre arrastramos desde hace siglos y con el que yo me escribo aquí. Entonces miedo tinta. Miedo del escritor que escribe como ese niño que se cubre la cabeza con la sábana, no para no ver sino para hacerlo de otra manera, con la piel, con el instinto, con lo que nunca aprendimos a ver.
Estoy releyendo "Nada", de Carmen Laforet, y he conectado de forma sorprendente con este texto a partir de mis emociones con la lectura del libro.
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