martes, 6 de noviembre de 2012

Fragmentos arrasados

Foto de Julia Cortés Campos
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Hola […] Sí, llamaba porque no voy a ir a trabajar esta semana [...] Bueno, tengo un dolor en el estómago que me impide moverme con comodidad […] No […] Por supuesto, no se preocupe por eso […] Muchas gracias […] No, no me había pasado antes […] En realidad no, a veces es como si fuera un vacío imposible de saciar […] Perdone, me resulta complicado incluso ir al baño... No sé si me comprende […] Desde luego. Iré a pedirlo en cuanto pueda moverme del sofá [...] Amargo y a la vez muy dulce [...] Descuide [...] Muchas gracias. Adiós […]

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Intenté leer. Leer para no pensar. Leer para no desesperar. Elegí un libro que nunca había fallado. La novela seguía pesando. Todavía recuerdo por qué la elegí. Deseé que aquella historia me arrancara de mí mismo y pudo lograrlo en parte. Pero en otras ocasiones la historia me volvía más lúcido y era entonces cuando miraba mis manos vacías, aquella incapacidad para explicar qué era lo que me había pasado, y pensaba que había que tomar alguna decisión, rápidamente, una decisión para dejar de bordear el pozo: el pozo de la condolencia, por supuesto, pero también el pozo de lo más parecido a la idea de perdición. Eso pasó la noche en la que salí de aquel libro con el firme propósito de arrojarme a los brazos del dolor más fino, menos cobarde, menos recriminador. Sí, entonces supe que el dolor trastorna, amenaza -siempre hay un momento en que lo hace- con volvernos locos, y la locura, como el autoengaño, también nos aleja de la búsqueda de la verdad, o lo que es lo mismo, de la búsqueda de las preguntas, y eso nunca, me dije, justo cuando me vi caminando por una cuerda tan fina como el hilo de mi cordura... Y supe que el miedo, al menos por una vez, se vendría conmigo, no para dolerme ni escocerme o casi hacerme vomitar, sino para ayudarme a comprender por qué llegué a quererla tanto, por qué la herí de aquella forma, por qué le dije que se fuera de una vez por todas. El miedo es sabio porque sabe del cuerpo, porque sabe mucho antes que nosotros, porque es animal, viejo como los hombres y sabio como los niños. Miedo enemigo y a la vez miedo tú, miedo yo, miedo vosotros, miedo identidad. Miedo pesebre. El mismo que mantiene unido al rebaño, el mismo que los hombre arrastramos desde hace siglos y con el que yo me escribo aquí. Entonces miedo tinta. Miedo del escritor que escribe como ese niño que se cubre la cabeza con la sábana, no para no ver sino para hacerlo de otra manera, con la piel, con el instinto, con lo que nunca aprendimos a ver.   

1 comentario:

  1. Estoy releyendo "Nada", de Carmen Laforet, y he conectado de forma sorprendente con este texto a partir de mis emociones con la lectura del libro.

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