domingo, 30 de diciembre de 2012

Reunión


¿Qué pasaría si juntáramos en un mismo lugar a un marinero francés aficionado al tango, a una cabaretista rusa que en sus ratos libres escribe poesía y a una prostituta belga (si eso fuera posible) que vende su cuerpo por las calles de Barcelona? ¿Qué pasaría, os digo, si junto a ellos contáramos también con la presencia de un acróbata de circo cuyos dientes son de plata, de un presentador de televisión en horas bajas, de un violinista checo que quiere cambiar de sexo y de un portugués loco que busca por todo el mundo a un grupo de poetas errantes? ¿Qué pasaría, por tanto, si todos ellos se juntaran en un mismo lugar para, por ejemplo, hablar de sus cosas mientras toman una taza de té? 

¿Qué pasaría?
 
Yo creo que aceptarían la propuesta del tarado detective luso, y antes de que el relato acabara, se pondrían a hacerse libro.

domingo, 23 de diciembre de 2012

El destino es una bola (cuento de Navidad)

Ilustración de Yann Fastier

La historia de Nacho, que es la historia de Papá Noel, pero también la historia de la mierda de mundo en el que vivimos, se levanta sobre la mirada de tres niños. Es una historia situada en el vestíbulo de un centro comercial cualquiera, una tarde fría y lluviosa del veintitrés de diciembre del año 2000. 

Decíamos que tres miradas. Bien, la primera es la de un niño al que llamaremos Manuel, un niño gordo y algo tímido, de apenas cinco años, que al sentarse en las rodillas de Nacho, en ese momento disfrazado de pies a cabeza de Papá Noel, le pide que le regale una Play Station último modelo. Entonces, Nacho le dice al oído que si sabe que ese cacharro vale mucha pasta y Manuel, que baja la mirada porque se muere de vergüenza, le dice que sí, que lo sabe, pero que Papá Noel es rico porque tiene una fábrica en Siberia y un montón de enanos que trabajan gratis para él y que por eso no debe tener ningún problema para traerle ese regalo. Nacho parpadea atónito. 

El segundo niño de la historia se llama Joan. Es un niño de ocho años, espabilado como él solo, seco como un fideo y alto, muy alto. Joan se sienta en las rodillas de Nacho, levanta las cejas en un gesto cercano al de la decepción y le pregunta que si será capaz de traerle el portátil Macintosh que ha visto con su padre en El Corte Inglés. Nacho, ya un poco mosca, le dice que por qué no iba a ser capaz él, que era Papá Noel, de traerle lo que pidiera. «Porque pareces un Papá Noel pobre», le espeta mirándole a los ojos, «y no me fío de ti». 

El tercero, sin embargo, no le pide nada. Pedrito, que es como se llama el pelirrojo que tiene sentado en sus rodillas nuestro Papá Noel, le mira con una sonrisa y le pregunta si le pica la barba, que a él le habían obligado a vestirse de San José en el colegio y la barba le picaba mucho. «Pues a mí también me pica», le contesta Nacho, «pero me la tengo que dejar puesta». «Porque si te la quitas te echan, ¿verdad?», le dice Pedrito. «Tú lo has dicho». Entonces el niño se baja de las rodillas y le desea que pase unas felices fiestas. «Lo mismo te digo, campeón», le responde Papá Noel con su mejor sonrisa, y se dan un apretón de manos. 

La historia termina cuando Nacho llega a casa con las rodillas molidas y la cabeza como un bombo. Tira el disfraz en un sillón y va a la cocina. Mientras prepara la cena, ojea un periódico gratuito que alguien se dejó en el metro. Encuentra una noticia sobre los agraciados en el sorteo extraordinario de Navidad y la lee de cabo a rabo. Cuando termina, arranca esa hoja del periódico y hace con ella una pelota. Mira el cubo de la basura, que se encuentra a tres o cuatro metros de donde está él, frunce el ceño y se dice a sí mismo que si encesta la bola de papel significará que encontrará un buen trabajo, un piso en condiciones y una mujer que le ame por lo que es.

Nacho se planta en la baldosa, imita el gesto de los que botan el balón de baloncesto antes de lanzar una personal y lanza la bola... El destino se convierte entonces en una trayectoria incierta.

sábado, 15 de diciembre de 2012

El río, la página, la decisión



i

Regresas dando tumbos. No encuentras motivos para huir. Ni lágrimas, ni espanto, pero la boca te sabe a ceniza. No hay polvo en las manos. Te manchas con la compasión que te estremece. Te sabes quebrado, lengua que dice y no dice, que no sabe decir, que balbucea, y hace daño y hiere, y ya no hay luz. Entonces ni siquiera los labios dorados del esplendor perdido, entonces, en el aquí y ahora de los que se pierden en la bruma, el rumor del mar, el viento que te despeina y recordarla allí apostada, en esa esquina donde supiste que su pelo negro, azotado por el temporal, sería la única bandera por la que te dejarías matar.

ii

Cicatrices que nunca llegan a serlo. Bolsillos llenos de piedras. Un camino que se retuerce y te lleva dando vueltas una y otra vez al principio del fin. El cansacio en esos ojos que te miran desde el otro lado de un vaso de cerveza medio vacío, el olor de su piel y el miedo del que habla ese poema recorriéndote de parte a parte. ¿Quién te ha puesto la mano en el cuello? ¿A quién has sentido acariciando tu dolor, guardándose contigo el trago amargo de tu secreta desesperación? ¿Quién ha mecido en tu mirada una sonrisa que te hace resistir? ¿Quién te lamió los ojos? ¿Quién te robo el imsomnio? ¿Quién te obligó a mirarte en el río? ¿Quién te hizo sentir que la tristeza es la moneda con la que pagaste tantos años de felicidad?

iii

Apuras el vaso. Ya no queda nadie. Alguien te ha dejado un libro de poemas. No sabes quién es. Una escueta dedicatoria te hace sonreír. Te escurres por la puerta del local. En la calle hace frío, llueve. A lo lejos se escuchan las sirenas de la policía. Algún día..., piensas, y cambias de calle. Quisieras no llegar a casa, doblarte sobre el papel, hundirte en esa historia de Garte y los poetas del semirario y Laura e Iván y la traición de Elena y ese personaje que escribe poemas sobre caballos muertos. Nada te calma. Nada borra ese sabor a ceniza. Un coche se detiene a tu lado. Tiene los cristales tintados. Se baja una ventanilla y solo ves los ojos verdes de una mujer. No puedes ver más. No sabes quién es. Te duele el estómago.

iv

Al llegar abres el libro y lees un par de páginas. Aparece de repente la imagen de Jeff Buckley metiéndose vestido en el río Wolf poco antes de morir ahogado. Piensas que acaso un par de buenos poemas justifiquen una vida entera. Poco más has hecho bien, te dices, y acusas el golpe. Eres tu propio sparring. Te sabes golpeado una y mil veces, pero sigues sin caer. Mantienes el equilibrio, aunque pagues con creces el precio de tu propia lucidez. Miras hacia delante. En la página hay un río. Te escuece la herida y encuentras la canción. Poco a poco te adentras en el relato. Te mojas los pantalones y empiezas a sentir el frío. Sabes los que vendrá después. Nada te detendrá. Ignoras cómo pudo matarse un tipo como él. Cruzas los dedos bajo la silla. Escribes con el corazón de punta.

domingo, 9 de diciembre de 2012

El incendio milenarista

Entre los libros que guardo de los sucesivos potlatch con Bernardo Munuera, de La manía de leer, hay uno que leí hace bastante tiempo y que merece un comentario breve. Creo que es el primero que intercambié con él. Luego vinieron otros: ensayos exquisitos como La cena de los notables, clásicos desconocidos como Kanikosen, el pesquero, y obras maestras de la ficción breve como De mecánica y alquimia, de Muñoz Rengel.


No es la primera vez que hablo de El incendio milenarista. Ya lo hice en transhistoria, un espacio aparentemente más adecuado para comentar este tipo de obras, pero ahora que repaso algunas anotaciones que tomé mientras leía, me doy cuenta de que merece que volvamos a hablar de él, en este caso aquí, en La banda de los 4, el blog de esta especie de secta unipersonal.

No sé si os pasó a vosotros, pero cuando estudiaba historia nunca me interesaban los personajes principales. Sí, la historia, tal y como es impartida en la educación primaria y secundaria, se parece mucho a la literatura, con sus protagonistas, su trama y los antagonistas malotes que siempre vienen a chafarlo todo... Por ejemplo, cuando en su día tocó el tema de la reforma protestante, nadie me habló de los anabaptistas ni de los artesanos a las ordenes de Thomas Müntzer, el acuñador, ni de la revuelta husita ni del movimiento de los flagelantes. Ningún profesor nos enseñó que fueron las guerras campesinas las que verdaderamente amenzaron el orden social vigente en la Europa del siglo XV y no las 95 tesis clavadas por Martin Lutero en las puertas de la Iglesia del Palacio de Wittenberg. El destino del mundo parecía depender de los antojos sexuales de personajes como Enrique VIII, de los episodios místicos de Felipe II o de las ganas de comerse el mundo del avaricioso de Carlos V, el que se parece a Rajoy.

 Carlos V, de Fernando Checa

Leer El incendio milenarista nos ayuda, por tanto, a complejizar, algo que resulta imprescindible hoy en día, cuando la abulia, la pereza y el gusto por lo mal hecho, parecieran incuestionables. Su lectura nos ayuda a entener qué de medieval seguía teniendo lo que los historiadores llamaron luego la Edad Moderna. También nos permite intuir la correlación de fuerzas existente entre los distintos movimientos sociales de ese periodo histórico, sin duda tan liminar. En otras palabras, bucear en la historia de la heterodoxia nos aporta una mirada que posibilita entender el desarrollo de la gran historia de una forma más natural, sin necesidad de saber cómo se levantó el Emperador el día de la Batalla de Mühlberg.

En definitiva, una lectura recomendable, ya no solo para los historiadores que todavía se hagan preguntas, sino para los lectores curiosos a los que les gusten los personajes colectivos y las historias condenadas al fracaso.

jueves, 6 de diciembre de 2012

De paseo por el desierto


Todo se derrumba cuando se analiza nuestro trabajo de una forma desapegada, aséptica. No, la literatura no le interesa a nadie ―te dices― y nada de lo que estás haciendo merece la pena si se analiza fríamente. Eso es lo que pasa: ves tus cuadernos llenos de palabras, los relatos casi finiquitados, los nuevos poemas y las novelas a medias, y te preguntas a dónde vas con todo eso... Solo se puede crear desde la enfermedad, desde la obsesión. Solo se puede escribir desde el exilio. Únicamente si apostamos con fiereza por nuestra forma de vivir seremos capaces de salvar el extrañamiento permanente. Sería más fácil tirar la toalla y abandonar. Tirar la toalla significa aquí guardar silencio. Hay que ser valiente para callar definitivamente, pero hay que estar medio tarado para escribir a contrapelo, a sabiendas de que no habrá nadie al otro lado para escucharnos. Imagino a un hombre que camina solo en la noche del desierto. Ese hombre podría ser yo, nosotros.

lunes, 3 de diciembre de 2012

Confiar en la amistad, no doblegarse


Sé que se aproximan tiempos difíciles. Los ideales de normalización y autoagotamiento de la mayoría de jóvenes se irán al traste. Nuestra sociedad ―la europea, la occidental― se transforma rápidamente, muta, ante el avance de las que llaman potencias emergentes. No hay pastel para tantos, en eso se resume todo. Cada día caen de la mesa de los notables menos migajas. No es que pasen hambre, es que quieren seguir comiendo la misma cantidad, y ahora desperdician menos. Era de esas migajas de las que se alimentaba nuestro precario bienestar. Pero mi hambre es bien distinta… Busco claridad, la necesito. De momento me conformo con levantar certezas nuevas, que acaso no lo sean tanto. Después de mucho tiempo, vuelvo a Cicerón. Él tiene algunas claves: vivir despacio, amar sin estrategias y ser generoso, confiar en la amistad, no doblegarse. Se puede empezar por ahí. No hay que desesperarse; eso es lo primero y lo más importante ahora. Clásicos mandan.