Rebusco entre papeles viejos. Ordeno montones de libros y revistas, cuadernos y más cuadernos, discos de música, pegatinas de eso que llaman extrema izquierda y algunas fotos, a decir verdad pocas, muy pocas. Repaso algunas cartas que en su día me llegaron desde Luxemburgo o México y otras que rechazan la publicación de un viejo original, ahora ya editado. Ordeno este pequeño mundo con el afán de ordenar también el mío, mucho más grande y complicado. Es cansado rememorar.
No sé en cuántas ocasiones hay que echar la vista atrás para tomar impulso y volver a comenzar de nuevo. Es muy fácil cansarse en este tiempo blando, apostar por otra cosa. No han enseñado a ser poco constantes. La constancia y la paciencia son obligatorias sin has decidido ser escritor. Se necesitan; porque ocurre que uno duda de los pasos dados, de la certeza de sus convicciones y, sobre todo, de la finalidad de los empeños. Entonces todo se tambalea y lo más fácil es bajarse del burro, quemar las naves en una huida siempre hacia atrás. Yo no voy a criticarlo. Perseverar agota.
Leía hace unos días un artículo de Javier Marías donde decía que si el escritor levantase la cabeza de lo que está escribiendo, estaría perdido, porque repararía en la futilidad de su trabajo, en la vertiginosa voracidad del tiempo en el que nos movemos, su repugnante compulsividad bulímica... Y es que si uno piensa, insisto, en lo desagradecido de este oficio, en la precariedad de nuestros logros y en la desubicación constante a la que nos condenan nuestras literarias obsesiones, dan ganas de arrojar la toalla. Por eso lo mejor es no levantar la mirada de lo que uno escribe, olvidarse de lo que hay más allá. Y he ahí la paradoja: solo la obsesión nos salva del absurdo, solo la entrega absoluta es capaz de arrancarnos de la permanente confusión. Y eso no es poco.
No sé en cuántas ocasiones hay que echar la vista atrás para tomar impulso y volver a comenzar de nuevo. Es muy fácil cansarse en este tiempo blando, apostar por otra cosa. No han enseñado a ser poco constantes. La constancia y la paciencia son obligatorias sin has decidido ser escritor. Se necesitan; porque ocurre que uno duda de los pasos dados, de la certeza de sus convicciones y, sobre todo, de la finalidad de los empeños. Entonces todo se tambalea y lo más fácil es bajarse del burro, quemar las naves en una huida siempre hacia atrás. Yo no voy a criticarlo. Perseverar agota.
Leía hace unos días un artículo de Javier Marías donde decía que si el escritor levantase la cabeza de lo que está escribiendo, estaría perdido, porque repararía en la futilidad de su trabajo, en la vertiginosa voracidad del tiempo en el que nos movemos, su repugnante compulsividad bulímica... Y es que si uno piensa, insisto, en lo desagradecido de este oficio, en la precariedad de nuestros logros y en la desubicación constante a la que nos condenan nuestras literarias obsesiones, dan ganas de arrojar la toalla. Por eso lo mejor es no levantar la mirada de lo que uno escribe, olvidarse de lo que hay más allá. Y he ahí la paradoja: solo la obsesión nos salva del absurdo, solo la entrega absoluta es capaz de arrancarnos de la permanente confusión. Y eso no es poco.