sábado, 24 de septiembre de 2011

Partido


Aquella mañana de domingo me desperté tarde. Fui a la cocina para preparar el desayuno y puse algo de música. Me gustaba comenzar el día con Bach. Poco después, justo cuando le daba el primer sorbo al café, me puse a pensar en quién estaría escuchando en ese instante aquella música celestial y rescaté de mi memoria a viejos conocidos y amigos raros a los que fascinaba el compositor barroco. De manera natural los fui poniendo en fila y los imaginé como jugadores de un equipo de fútbol, el equipo de fútbol de los fanáticos de Bach, que antes de un partido importante estuvieran esperando a que sonara en el estadio su himno. Fue entonces, precisamente entonces, cuando el vecino de arriba puso al máximo volumen la canción de Metallica con la que a diario se desperezaba. Seguí imaginando y entre las cejas se me clavó un resultado: era un cinco a cero en contra de los fanáticos de Bach. No esperaba menos... Perdimos, claro, pero la clase no nos la quita nadie.

sábado, 17 de septiembre de 2011

Un avión nos sobrevuela



Sales del Antropológico. Te sigo. Avanzas unos metros y paras a una doña a quien le compras un par de tacos. Caminas rápido, muy rápido, pero no eres de aquí. Si acaso de otra tierra americana pero no de la ciudad infierno. Se te nota, yo lo sé. Nunca miras hacia atrás. Comes con fruición; a pesar de la largura de tus pasos, comes, pareciera que con ansia, y no giras la cabeza. Eres una mujer valiente. Te sigo. Has pensado en coger un taxi. Te arrepientes. Te sientas en un banco y abres tu pequeño bolso. Buscas algo. Ya lo veo, es tu móvil (eso que tú llamas celular). Llamas. Suena mi teléfono.

- Hola.
- Hola cielo. ¿Qué haces?
- Hace un instante mirarte el culo...
- ¿Qué demonios dices? Estás bien loco. Oye, te invito a comer.
- Sólo si después me recompensas.
- ¿Cómo?
- La tersura de tus piernas me vuelve majareta.
- Qué padre, tus palabras españolas...

Cuelga. Estoy a su lado. La miro a los ojos. Se pone de pie. La abrazo como si el mundo se escapara por el desagüe. Le digo que mejor tomar un trago. Su sonrisa me derrite y le pellizco un pecho. Estamos calientes. La ciudad crepita como si fuera paja. La tarde será corta. Nos vamos ya.

Un avión nos sobrevuela y a la vida le revientan las costuras.

domingo, 11 de septiembre de 2011

El rastro de Cesárea *


1. Soñé que saltaba de un edificio de once plantas y que el vacío era otra cosa.

2. Soñé que seguía la pista de un asesino en serie y que sus víctimas eran jóvenes poligoneras menores de veinte años. Jóvenes trabajadoras o paradas, pero casi nunca estudiantes, chicas salvajes amantes de la violencia, el sexo, la cerveza, el ron, los coches tuneados y las anfetaminas.

3. Soñé que era devorado por una mujer con piel de sapo.

4. Soñé, yo también, con las guerras floridas y con sacrificios humanos. Soñé con una tropa de mercenarios tlaxcaltecas penetrando como un río de sombras por la calle principal de una ciudad ya casi en ruinas.

5. Soñé con un ejército de poetas hiperviolentos armados con palos y escudos de papel.

6. Soñé con una batalla perdida y un sol rojo cayendo a plomo sobre el barrizal donde agonizaban los niños santos con los que soñó Bolaño, pero con los que jamás soñó la Comtessa d´Angeville.

7. Soñé con la sonrisa de los justos y la mirada avispada de los bandidos.

8. Soñé con Antonio Machado cruzando la frontera de la mano de su madre enferma, él también enfermo pero menos viejo que ella, quebrado por el dolor, como tantos otros, arrastrando una desesperanza tan profunda como un pozo de aguas podridas, ya negras.

9. Soñé que era vendido como esclavo en un lupanar de Atenas durante el mandato de Solón.

10. Soñé que era un meteco macedonio y que tenía la lepra y que caía en la ruina.

11. Soñé que mis hijos nacían medio muertos y que yo los remataba. Soñé que vivía disfrazado con la ropa de Cronos, el que se comía a sus vástagos, sin pensar por un momento que Cronos es gigante y que no existe.

12. Soñé con ciudades protohistóricas contaminadas por el loto negro.

13. Soñé que leía sin pestañear.

14. Soñé que un hombre parecido a mí se volvía loco y que yo le acompañaba a un sanatorio donde nos encontrábamos con Robert Walser, un Robert Walser mucho más joven, rico y apuesto de lo que dicen todos, eso sí, pero al fin y al cabo un Robert Walser de pura cepa.

15. Soñé que me cortaba una mano, la derecha, y que Julia me tapaba la hemorragia con una venda donde hace mil años un anciano persa escribió arcanos sortilegios. Luego soñé que la mano se regeneraba y que era negra como el carbón.

16. Soñé que arrancaba veinte páginas del cuaderno donde había escrito la mejor novela del mundo y que me las comía todas.

17. Soñé que un hombre arrojaba a otro por un desfiladero y que aquello no era Esparta, si acaso los alrededores de una pequeña ciudad como Cuenca, pero nunca Esparta, quizá los arrabales oscuros y traicioneros de Nueva Gomorra. O tal vez Roma.

18. Soñé que un joven iba a la guerra con un pequeño diario guardado en su mochila y que lo mataban de un tiro en la frente a las primeras de cambio, sin que hubiera escrito ni una sola letra.

19. Soñé que deambulaba por una trinchera llena de muertos y que me habían estallado los tímpanos. Soñé que en esa trinchera me encontraba con el fantasma de Franz Marc, un espectro triste y a la vez tranquilo, que me decía con una voz casi inaudible que Alemania perdería la guerra, que las perdería todas hasta que no pasaran a cuchillo a todos los primogénitos de la aristocracia prusiana. Es una locura, ya lo sé, pero eso fue lo que me dijo.

20. Soñé que una mujer nos decía adiós (no estaba solo) con un pañuelo desde la ventanilla de un avión que luego explotaba.

21. Soñé que caminaba por el desierto sahariano en plena noche y que a lo lejos se escuchaba el piano de Bill Evans.

22. Soñé que mi padre me tocaba la cara para poder reconocerme.

23. Soñé que apostaba a las carreras con Bukowski y jugaba al ajedrez con Fante. Soñé que vivíamos en la misma casa y que por la noche ninguno de los tres dormía.

24. Soñé que una mujer me arrancaba el corazón y se lo intentaba merendar. Soñé que la mujer tenía los colmillos romos y que no podía despedazarlo. Soñé que le daban arcadas y que era ridícula. Luego soñé que caminaba solo por una ciudad vacía, abandonada repentinamente.

25. Soñé que mis amigos me felicitaban después de recoger un premio con sabor a sangre y que ninguno de nosotros le daba importancia.

26. Soñé que la literatura se comía el mundo y que nadie se salvaba. Soñé que la ficción nos volvía locos.

27. Soñé que el tiempo de los hombres se acababa y no nacía nadie más.

28. Soñé con los niños verdugos de Münster.

29. Soñé que alguien me estrellaba una botella de champán en la cabeza y que del cráneo salía una procesión en miniatura de Jesús del Gran Poder, con sus nazarenos y todo.

30. Soñé que el padre de los Goytisolo hacía las paces con los milicianos de la FAI.

31. Soñé que fusilaban a mi abuelo, pero que luego revivía y se iba corriendo.

32. Soñé que a uno de mis hijos lo molían a palos en una cárcel argentina.

33. Soñé que un hombre, un tipo de unos cincuenta años, cantaba una saeta en un balcón de Sevilla adornado con una bandera nazi y que alguien le pegaba un tiro.

34. Soñé que un tipo colgaba un galgo de uno de los árboles que hay frente a mi casa y que Ángel lo buscaba por las calles, en plena noche, con la venganza en los bolsillos y una navaja abierta.

35. Soñé con una tribu de poetas ya no desesperados ni valientes, sino podridos de dinero y enajenados de comer sobras.

36. Soñé que John Coltrane venía a visitarme a la cárcel.

37. Soñé que una mujer despampanante me agarraba de las pelotas y me mordía el cuello, pero me hacía cosquillas. Soñé que la mujer se iba con el rabo entre las piernas y ese rabo era mi polla.

38. Soñé que el viento te despeinaba y eras tan bella que se me heló la sangre.

39. Soñé que un dolor antiguo me partía en dos, como si fuera un rayo.

40. Soñé que Frank Sinatra perdía al ajedrez conmigo y se marchaba refunfuñando. Soñé que aquella misma noche le encargaba mi asesinato a un mafioso italiano, un joven imbécil, cateto, con traje de verano beis y el rostro picado por la viruela.

41. Soñé que vivía en Tokio en 1968 y que regentaba un club de jazz donde Haruki Murakami la liaba todas las putas noches. Soñé que el pianista del local era Thelonious Monk y que de vez en cuando tocaban Charlie Parker o Milles Davis, y que a pesar de las broncas del imbécil de Murakami, a pesar de sus excesos (le había dicho mil veces que no se metiera coca en el servicio), el club estaba casi siempre lleno y mis amigos japoneses me decían ―en parte porque lo pensaban en serio, en parte porque querían que les invitara a copas― que el mío era el mejor club de jazz de la ciudad (aunque luego me enteré de que era el único).

42. Soñé que una noche me disfrazaba de poeta hiperviolento y una mujer me descubría.

43. Soñé que el tiempo de los míos también finiquitaba.

44. Soñé con el entierro de mi madre.

45. Soñé con un bonito poemario escrito con letras de sangre y con una oferta millonaria de una editorial judía que deseaba publicarlo. Esa misma noche soñé que el Grial era un vaso de cerveza olvidado en un portal de Malasaña.

46. Soñé que una mañana el sol se levantaba con un parche en el ojo izquierdo.

47. Soñé que una noche más de veinte millones de mejicanos salían a las calles del DF para cantar A las barricadas y que la vida se hacía tan ancha que las costuras del sistema se hacían añicos.

48. Soñé que Godzilla era escritor y que había máquinas de videojuegos donde los chavales manejaban a personajes como Chéjov o Nietzsche, y que a veces, muy pocas, algunos chicos me elegían a mí y acababan perdiendo siempre, rápido, muy rápido, aunque a aquellos chicos no les interesaban demasiado los videojuegos, sino más bien las fiestas, las mujeres y el olor de las mujeres. Jóvenes aterrados que pasaban todas las noches buceando entre canciones de rock, preguntándose, casi siempre borrachos como una cuba, en dónde se halla el secreto de los valientes.

49. Soñé que hacía las paces con el jefe de los tlaxcaltecas y que todo estaba listo para el sacrificio. Luego soñé que unas mujeres me desnudaban y me pintaban el cuerpo de azul y que una multitud se congregaba junto a la pirámide en cuya base se acumulaban los cuerpos ya sin vida de los prisioneros. Soñé que en aquel momento deseé con todas mis fuerzas que la historia del eclipse que contaba Monterroso fuera real.

50. Soñé con el fantasma delgaducho de Otto Dix.

51. Soñé con el momento en el que Rosa Luxemburgo ponía el último punto de El orden reina en Berlín, el texto que escribió la noche antes de morir a culatazos, la noche antes de que su cuerpo fuera arrojado al río, la noche antes de que pasara a convertirse en la musa-mártir de los situacionistas y los fuegos de París ardieran con la mecha de sus palabras.

52. Soñé que una sombra le dictaba los versos de El paraíso perdido a Milton y que el poeta ciego no era tan ciego entonces, sino algo más que miope.

53. Soñé con la sonrisa inmutable de uno de los locos del sanatorio de Mondragón, en concreto el más lejano a Leopoldo María Panero. Un joven tarado con la mirada perdida y la sonrisa inexpugnable de los benditos, un loco que más que poeta era un creador a secas, capaz incluso de improvisar algunos versos que tatuaron el alma acomplejada de sus loqueros. Versos negros como la mierda de los ulcerados.

54. Soñé que tenía noventa años menos y me casaba con la heredera de un barón inglés. Una joven que gracias a ese matrimonio acababa pobre como una rata, pero feliz y cuerda y amante de la vida ancha y de las formas menos militarizadas del compromiso, es decir, una mujer libre, hija de su tiempo y hermana de los vencidos.

55. Soñé que alguien me elegía para ser el joven secretario de Zhang Chunqiao, el perverso líder de La banda de los 4, y que al cabo de unos años era detenido por los esbirros de Deng Xiaoping. Soñé que pasaba años y años y años y años en una cárcel china y que en la cárcel no había ratas, aunque sí en nuestra comida.

56. Soñé con la Reina Juana, ya no loca sino enferma de dolor, caminando con el rostro helado al frente del cortejo fúnebre de su marido muerto, el rey Felipe, que murió de fiebre.

57. Soñé que una mujer vestida de blanco me daba un vaso de agua y que al beberlo me calmaba y no enfermaba como el rey Felipe, sino que me calmaba al fin. Luego supe que aquella mujer era Cesárea Tinajero, la poeta estridentista, y que su tumba, perdida en las entrañas del desierto de Sonora, estaba vacía y olía a rosas.

Doña Juana "la Loca", de Francisco Pradilla (1877)

* El rastro de Cesárea se lo debo a Roberto Bolaño, por supuesto, pero también a la Comtessa d´Angeville, quién realizó un inacabado homenaje a Cesárea Tinajero que ahora os traigo aquí. A la Comtessa d´Angeville, ahora Saoki, podéis seguirla en su nuevo blog, Meta incógnita, una bitácora para detectives helados y descarriados. Entre los tres sumamos 171 sueños, algunos locos y desesperados, otros absurdos, otros depravados y otros esperamos que premonitorios. Algunos me dan miedo de verdad. Que sirva de homenaje a los que viven con los ojos como platos.

sábado, 10 de septiembre de 2011

Autofagia


A Carla también le gustaban los puzzles. Algunas veces cogía las fotos de sus amantes y las hacía trizas. Después iba a emborracharse. Cuando regresaba se quitaba la ropa y se revolcaba sobre los trozos de las fotografías de los hombres que la habían acompañado en aquel camino hacia no se sabía qué forma final de autoexterminio. Luego tomaba cada uno de los trozos y se lo metía en la boca, se abría otra cerveza, le masticaba el rostro al fantasma que salía en la foto y se tragaba el pedazo. Y así con todos. Era como si quisiera recomponer en su estómago otra especie nueva de hombre que, al menos, no la dejara insatisfecha; aunque al final lo único que conseguía era vomitar una papilla grisácea de ojos, cejas, bocas, pelo, ropa, de vez en cuando alguna gorra o un cinturón, y muy de tarde en tarde algún zapato viejo. Sin embargo, todo fue distinto el día en el que, sin darse cuenta, se tragó la foto donde una mujer de mirada huidiza le acariciaba el pelo a un joven de gesto taciturno. Esa mañana no supo reconocer a la mujer de rostro ambiguo que la miraba desde el otro lado del espejo.

miércoles, 7 de septiembre de 2011

Átlas de una juventud en fuga (ad nauseam)


Qué chulo soy. ¡Cómo me flajelo! Sí, lo siento, de nuevo el Átlas... bendito de los siete círculos del cielo. Pero no tengo la culpa. He tenido que subirlo aquí para poder descargarme unos apuntes de Antropología Cognitiva y Simbólica (es un rollo quid pro quo). En fin... Lo dicho, nuevo sitio para el viejo libro.

lunes, 5 de septiembre de 2011

20 años tras el rastro de la mermelada de Perla



Si pienso en lo que me movió a escribir por primera vez, lo tengo claro. No fueron ni los poemas de Becquer ni los concursos de cuentos ni los primeros desamores. Tampoco la presión de alguno de mis profesores. Si pienso en lo que me empujó a escribir por primera vez, pienso en el lirismo de sus temas y en sus enrevesadas letras. La irresistible tentación de hacer algo que otros hacen bien, muy bien. También hay un poeta en los cuadernos del hombre que no dormía, aquel joven surfero que trabajaba por las noches en una vieja gasolinera a las afueras de Seattle. Un poeta y un gran músico. La mermelada estaba lista.

jueves, 1 de septiembre de 2011

Noventa años menos

Cartel de la exposición del grupo Die Brücke en la Galeria Arnold de Dresde (E. L. Kirchner)

Si tuviera noventa años menos no escribiría ni sería de aquí, y bebería más, mucho más. Intentaría ser pintor, viviría en Berlín y pasearía de la mano de la baronesa Meyer, una joven desclasada tras su temprano matrimonio con un aprendiz de artista, por aquel entonces yo, fabulado yo. Si tuviera noventa años menos y estuviera casado con la baronesa, iría todas las tardes a tomar cerveza a casa de Otto Dix, para verlo pintar, echarle un cable y debatir, siempre debatir, sobre la situación política del país y la necesidad del compromiso. Seguramente él y su mujer me recomendarían que me olvidase del asunto, que no fuera gregario y que me dedicara a pintar encerrado en mi pequeño estudio. Pero no les haría caso. Mi mujer, la baronesa, sería militante del KPD y amiga de Rosa Luxemburgo. Yo no sé si al final me comprometería, pero odiaría profundamente a los camisas pardas de las SA y me daría miedo el futuro.

Si tuviera muchos menos años de los que tengo hoy, si tuviera, por ejemplo, esos noventa menos de los que os hablo, sería un diletante admirador de los genios de Die Brücke y un pintor solitario, enemigo de las modas. Llevaría una vida espartana junto a mi mujer y escucharíamos jazz. Leeríamos toda la noche a la luz titilante de un candil de aceite y jamás pasaríamos frío. Nuestra vida correría paralela al pulso del mundo y no le daríamos la espalda a la violencia. Seríamos pintores hiperviolentos, lectores hiperviolentos. Nos iríamos del país cuando todo se viniera abajo y los nazis alumbraran su reinado quemando libros, montañas y montañas de libros... Lloraríamos. Aspiraríamos a ser valientes.


Paula Modersohn-Becker

Si tuviera noventa años menos y fuera un joven pintor alemán, le besaría la barrigota a Paula Modersohn-Becker y cuidaría de su hija tras su muerte. También le quitaría las ganas de pegarse un tiro en el corazón a Kirchner. Sonreiría cada mañana al salir el sol y abriría las ventanas de par en par. Sé que no me gustaría lo que vería en las calles (niñas prostituidas, mutilados de guerra, judíos increpados por la turba nazi) pero lucharía por mantenerme intacto. La baronesa y yo viviríamos encerrados en un amor parecido a una cueva. Si tuviera noventa años vería Europa hecha cenizas y tal vez huyera lejos, muy lejos, por ejemplo junto a Stefan Zweig, pero jamás me mataría. La vida sería dura, tal vez irrespirable, y quizá desearía tener noventa años más para ser un joven escritor que pasase la vida encerrado en su habitación, mientras el mundo se vuelve loco y el amor devora sus entrañas. Tal vez supiera quién soy yo.